Toda una vida de feria en feria
Desde caravanas de 60 metros cuadrados a tiendas de campaña, la explanada junto a las atracciones se convierte en un 'barrio' para los feriantes · Aquí, algunos rostros de los que llevan la ilusión al Real
Mientras que calentaba el café, daba los últimos movimientos de cuchara al guiso de papa y huevo que pondrá en la mesa al mediodía. A las once de la mañana su familia, su gran familia, ya se ha zampao los cinco euros de pan que se gastó a primera hora en una panadería cercana al campamento. No para quieta, es normal, a su cargo están los cerca de 15 familiares que han venido con ella a trabajar en la Feria.
Lejos del ‘lujo’ que supone una gran caravana, Manuela Cruz vive la Feria en una furgoneta y bajo un toldo lleno de globos que después venderá en el Real. Las cosas no le van del todo mal, al menos dice que tiene para vivir con los suyos. “Aquí se pasa mucha calor y cuando llueve, como nos ha pasado en la Feria de El Puerto, el agua te llega hasta la rodilla. Pero bueno, vamos tirando que no es poco”, señala. Manuela sólo ‘hace’ la Feria con sus hijos y nietos mayores de edad, los pequeños están con sus madres en Córdoba para no faltar a clase. “A mi me toca alimentar a todos. Hago una olla hasta arriba, y hasta donde llegue, llegó”, apunta la señora entre risas, quien ya se ha colocado el bolso para hacer de nuevo la compra.
De la tienda a ras de suelo, se pasa a la caravana. La explanada del campamento se convierte en un pequeño ‘barrio’ de casas rodantes en el que los tendederos cuelgan de coquetos porches y las puertas tienen hasta mirilla.
Yolanda Moreno lleva 13 años de feria en feria. Sentada en el sofá de su caravana de casi 60 metros cuadrados, reconoce que “estaba loca por venirme. Antes no me gustaba esta vida, pero ahora me encanta”. Sus dos pequeños de 9 y 14 años están en Chiclana durante la semana para no faltar al colegio, y los fines de semana “me los traigo corriendo. Ellos se lo pasan muy bien, aquí tienen a sus amigos. Pero yo espero que estudien y no se dediquen a esto”.
Su atracción –una montaña de agua– viene de la ‘herencia’ de su suegro, quien dejó el negocio familiar en manos de su hijo . Pero ahora son las cosas muy diferentes, la crisis hace estragos y “el público no se monta en los cacharritos, sólo pasea. Eso sí, nos cobran por todo: vigilancia de la caravana, del coche, luz, y una tasa por la atracción de unos 3.500 euros”.
El día a día de Yolanda en su caravana poco cambia de cuando está en su chalet de Chiclana. Se levanta algo más tarde, pero la comida se pone en la mesa a las tres, el horario se cumple a rajatabla. El trabajo fuerte llega después, pero ella apenas tiene que estar en la taquilla porque su negocio le permite tener dos empleados. “Después de tantos años me he dado cuenta que el ambiente no es el mismo que antes. La Feria de noche se está perdiendo, porque claro, el que no tiene para comer no va a venir aquí a gastar dinero”, reconoce la joven, mientras guarda algo de carne que le ha comprado a Manuela.
Manuela Romero es una cordobesa que mientras habla está sonriendo. Una habilidad. Junto a su marido recorre los 205 kilómetros que separa esta tierra con la ciudad que está a los pies de Sierra Morena, para llevar su carnicería ‘Manoli’ a las puertas de las caravanas de los feriantes. “Normalmente venimos una vez por Feria, menos en Sevilla que nos acercamos dos veces”, apunta la empresaria al volante de su furgoneta. Tiene carne fresca, productos empanados, legumbres, huesos para el puchero y hasta caracoles. “La verdad es que me compensa venir.La gente te conoce de una feria tras otra y te compra. Aunque la crisis se nota muchísimo, nosotros hacemos negocio”, declara Manuela.
El reloj marca casi las doce y María José Palacio saca el cubo de la fregona a la entrada de su casa, dejando la puerta abierta para que se airee la caravana. Toda una vida lleva esta sevillana, nieta de feriante, de pueblo en pueblo, de feria en feria. Su marido y su hijo aún duermen, así que se queda en el ‘recibidor’ junto a la imagen de la Esperanza de Triana. “Mis niños son la cuarta generación y espero que no sigan con esto, es muy duro”, señala María José. Su casa ‘abierta’ hace las veces de su hogar en la capital. No le importa estar más apretada, aunque la verdad es que su roulotte tiene un tamaño bastante aceptable. “Mira, aquí tengo la entradita, el salón con su mesa, su tele, el sofá... al fondo está la cocina y el dormitorio de mi hijo y a tu espalda, por donde hemos entrado, el de matrimonio”, explica la sevillana.
De abril hasta octubre, María José tiene faena. Al frente de un puesto de comida turca, esta feriante reconoce que “comer hay que comer, pero si antes había un kebab para cada uno, ahora la gente se compra uno para compartir”. Dice que compensa, pero que al inicio de cada feria es como si su economía tirara una moneda hacia arriba “y la suerte dirá lo que tenga que decir”.
Clarita Martín, como le gusta que le llamen, ha nacido con la feria. Desde los 11 años pisa el albero del Real y la vida le ha llevado a seguir ligada con los farolillos y sevillanas. Natural de Castilla la Vieja (Palencia) es hija de feriante, mujer de feriante y madre de feriantes. De hecho, el mayor de sus hijos nació en Jerez durante la Feria y lo bautizaron en San Pedro; otro, fue en Sevilla.
Pocas personas conocen tan bien esta fiesta como ella, o mejor dicho, el trabajo que conlleva esta fiesta. A sus 77 años, Clarita es un ejemplo de vitalidad –“me muevo mucho y me sienta bien”, dice– y ahora, ayuda a su hija en una caseta de muñecos. “Yo ya no puedo estar en mi casa”, reconoce mientras riega sus geranios que tiene colocados en el porche de su pequeña caravana. Por la mañana su hija prepara la caseta, y Clarita limpia las dos roulottes, la suya ya huele a comida, el fuego acaba de apagarse y en el coqueto salón expone orgullosa las fotos de familia. Mientras te agarra la mano como si te conociera de toda la vida, explica que la crisis está haciendo más daño al sector de lo que parece. “Uy, está afectando muchísimo. Con la Feria de Sevilla nos hemos llevado un palo muy grande y a ver qué pasa con ésta. Pero claro, necesitamos el trabajo aunque sea muy doloroso”, declara.
Durante siete días, la explanada junto a los cacharritos pasa a ser un mundo aparte, en el que la mayoría vive la noche y duerme el día. Las impresionantes caravanas, que se abren como si fueran un muñeco transformers, se alternan con tiendas de campaña y furgonetas que hacen las veces de vehículo, dormitorio y cocina. Toda una vida de feria en feria en la que se aprende a sobrevivir entre atracciones.
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