Desde la Plaza del Mercado
Jerez en el recuerdo
DESPUÉS de disfrutar de café y tertulia como cada martes en cierto bar del barrio de San Mateo, caminé lentamente hacia la cercana plaza del Mercado. ¡Qué hermoso y evocador lugar a pesar del maltrato sufrido a través de los años! Aquella mañana lucía preciosa y la primavera se dejaba sentir en todo su esplendor. Un sol radiante iluminaba las viejas piedras de la plaza que bajo el intenso azul del cielo me invitaban al sosiego y a dejar volar mi imaginación hasta siglos pretéritos. Tiempos en los que esta histórica plaza del Mercado era lugar muy principal de la ciudad, mucho antes que tantos hijosdalgos moradores en la collación decidieran trasladar sus residencias a los nuevos barrios surgidos a extramuros de la ciudad.
En la época islámica
Me senté en el brocal de la artística fuente de mármol de Carrara que entre palmeras ocupa el centro de la plaza, y comencé a dejar volar mi imaginación para, en una hipotética máquina del tiempo, trasladarme a la Edad Media e imaginar aquella plaza, llamada entonces de Zarzaín, atestada de gente: moros, judíos y cristianos ataviados con su indumentaria a la vieja usanza. Unos, vendiendo mercancías de toda clase en sus tenderetes: telas, calzados, curtidos, utensilios, cacharros, conejos, gallinas, palomas, frutas o verduras; otros, comprando, discutiendo y regateando acaloradamente el precio a los vendedores. Y la verdad es que por sus vestiduras difícilmente se podían distinguir cuáles eran de una u otra cultura o religión, ya que todos usaban vestimentas muy parecidas: calzas, borceguíes, túnicas con capuchas y algunos con turbantes. En esto, una recua de mulos, cargados sus serones, llegaba en dirección a un gran edificio que dominaba la plaza. Allí se ubicaba un importante mercado donde se vendían o subastaban delicados tejidos que entonces tenían tanto valor como la plata o el oro: la seda.
Abandono y repoblación
Con la llegada del año 1264, la ciudad fue conquistada e incorporada a la Corona de Castilla, y la población musulmana tuvo que abandonar Jerez y asentarse en Tarifa o el norte de África. Y la ciudad quedó desierta durante mucho tiempo hasta ser de nuevo repoblada por familias precedentes de Navarra, León, Castilla o Aragón. Desde ese momento aquel barrio que contaba con 293 casas, algunas muy buenas, quedó desierto al igual que el resto de la ciudad, sólo habitada por los soldados del Rey Sabio que desde las almenas de las murallas oteaban el horizonte.
Cuando Jerez fue repoblado, las mejores casas de esta collación fueron dadas a personajes de linaje real, como los hijos de Alfonso X, Fernando y Alfonso, o a los infantes Felipe y Manuel. El arzobispo de Sevilla y caballeros muy principales como los Villavicencio o Gonzalo Mateo 'el de los buenos fijuelos' fueron, entre otros, los beneficiados por donaciones de fincas. Por ello la nobleza jerezana de la baja Edad Media siempre tuvo predilección por este barrio, enriqueciéndolo con capillas, patronatos y donaciones. Héroes como Diego Fernández de Herrera, hidalgos como Agustín Adorno, Juan de Mendoza o Fernando Colores, y poetas como Juan de Espínola tuvieron aquí sus casas solariegas. El esplendor de este barrio pervivió hasta finales del siglo XVII, a partir de esta época comienza su decadencia y la desaparición progresiva de muchos de sus palacios y casas notables en las que habitaban importantes familias de la ciudad.
Llegan los Reyes Católicos
Luego traté de situarme en el año 1478, e imaginé la presencia esta plaza del Mercado de los Reyes Católicos contemplando un colorista espectáculo medieval de toros y jinetes, y a continuación el enfrentamiento en un juego de cañas a dos enemigos irreconciliables: los caballeros Sancho Zurita y Martín Dávila, los cuales en el transcurso del torneo llegaron a cambiar las cañas por espadas, entablando un combate a muerte. Circunstancia que disgustó sobremanera a los monarcas, obligándoles a intervenir y ordenar se les pusieran presos a los dos. Si bien al día siguiente les perdonó a instancias de los demás caballeros tras ordenar su reconciliación.
La Casa de Riquelme
El magnífico edificio que otrora albergara el mercado de la seda fue donado a un capitán muy querido del rey Alfonso llamado Beltrán de Riquelme. En el siglo XVI, uno de sus descendientes, Hernán de Riquel, mandó edificar sobre aquel primitivo edificio un hermoso palacio, el que hoy conocemos como Casa de Riquelme. Una obra renacentista de raíz histórico-mitológica, orientada hacia una virtual glorificación del linaje Riquelme. Pasaron los siglos, y ya en el XX el palacio pasó a propiedad de Juan Jácome y Ramírez de Cartagena, marqués del Real Tesoro y conde de Villamiranda. Su última propietaria fue la condesa de Montemar, la cual lo tenía alquilado a la señora María Luisa Beltrán de Lis, esposa que fuera de José Domecq de la Riva. Dicha señora habitó el palacio tras la separación de su marido, restaurándolo y acondicionándolo, hasta que un día su propietaria decidió subir el importe del alquiler al doble, motivo por el cual decidió abandonarlo y marcharse a vivir a otro lugar. Posteriormente, al quedar vacío, fue ocupado por gente sin hogar, sufriendo durante ese período un gran expolio, hasta el punto de llevarlo a la ruina en la que hoy permanece.
Mitos y leyendas
Mirando hacia su deteriorada fachada me vinieron a la memoria algunas leyendas que la tradición ha hecho llegar hasta nuestros días. Como aquella de un caballero de nombre Luis de Montoro, jugador y pendenciero, que una noche dejó muerto con su espada a un pobre hombre que se le había cruzado en el camino y sobre el cadáver del desgraciado tuvo la osadía de retar al mismísimo Satanás. Cuando ello hacía con el brazo en alto sintió un terrible dolor, viendo como le aparecía en su brazo una enorme herida sangrante. Horrorizado huyó hacia su cercana casa, y arrepentido, al día siguiente ordenó poner allí una hornacina de piedra con una cruz de hierro como desagravio. Dicen que desde entonces se le llamó a esa zona Rincón Malillo.
Otra leyenda cuenta que estando afeitándose el señor de la casa de Riquelme y teniendo ya media cara rasurada, pudo oír en la calle un gran grito de dolor. Se asomó a la ventana viendo un hombre huir por la estrecha calle. En el suelo mal herida quedó una mujer que resultó ser una de sus sirvientas la cual murió al poco rato. Como consecuencia de este crimen, hizo la promesa de no terminar de afeitarse hasta ver ajusticiado al asesino. Aquel hombre estuvo durante varias semanas con media cara afeitada y la otra media con larga barba hasta que al fin se hizo justicia. El criminal fue ahorcado en la plaza del Mercado delante de la casa de Riquelme.
También un foco de cultura
Ante la fachada del Museo Arqueológico, recordé que allí residió un rico bodeguero de origen montañés llamado Juan Sánchez de la Torre. El viajero romántico Ford le conoció cuando todavía era capataz general de las bodegas de Domecq. El escritor lo describe, llave a cuestas, espléndido sueldo, y vestido como un fígaro a la usanza del 'Barbero de Sevilla'. Juan Sánchez dejó en su testamento, al morir sin herederos, la nada despreciable cifra de 12 millones de reales. Una parte de esta fortuna, dispuso fuese dedicada a obras de caridad, otra parte la dejó a los hijos de un sobrino suyo, y el resto, ciento veinte mil pesos fuertes, para la fundación de un Colegio de Humanidades, el cual comenzó su actividad en octubre de 1838 con el nombre de 'Colegio de San Juan Bautista', que en esta casa tuvo su sede. Un edificio siempre dedicado a la cultura, no en vano cuando el Instituto de Humanidades se trasladó a la Alameda Cristina, en el mismo se ubicó en 1891 un colegio público denominado de Santo Domingo, siendo su primer profesor Julián Cuadra, un pedagogo que al frente de este colegio pasó gran parte de su vida, dejando huella indeleble entre sus alumnos y terminando sus días como catedrático en Barcelona. En su honor y como agradecimiento por su gran labor a favor de la cultura, en 1926 el Ayuntamiento acordó rotular la plaza con su nombre. Una placa así lo recuerda.
Asomando por entre los tejados, la imponente mole del templo alfonsí de San Mateo con su alto campanario me trajo a la memoria algo que leí hace mucho tiempo de un gran historiador y cronista local como fue Martín Ferrador. Escribía en 1925: "Si alguien le preguntara cual de los templos jerezanos encierra mayor valor artístico respondería sin dudar que San Mateo", afirmando que era un auténtico derroche imaginativo en el que todos los estilos arquitectónicos dejaron huellas. Y eso que el cronista conoció el templo cubierto en su interior por una gruesa capa de cal, que si lo viera ahora tras su restauración del año 2000 quedaría alucinado.
Ensimismado en estas cavilaciones, mi buen amigo Agustín Pérez, droguero y pintor, vecino ejemplar y alma mater del barrio, se acerca a saludarme y me comenta que pronto se jubila y cierra su negocio después de más de medio siglo. Y seguimos hablando junto a la fuente de lo mismo: del barrio, de su plaza principal, de su gente que ya no está, de sus problemas, de su pasado, de su presente. Agustín, le dije, si te parece entremos en tu casa, quiero contemplar una vez más tus pinturas. Y así lo hicimos.
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