El viaje a Jerez desde el infierno sirio de las cabezas cortadas
Un refugiado cuenta su historia y la de su familia dos semanas después de llegar a la ciudad, donde Accem le ha dado la oportunidad de reiniciar su vida
No quiere que aparezca su rostro. Tampoco su nombre. No importa. Como aquel 'En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme' con el que Cervantes inició el Quijote para hablar de ningún pueblo en concreto y de todos a la vez, este refugiado sirio llegado a un rincón de Europa, a Jerez, habla por los millones que han abandonado sus casas. Antes de que el infierno en la tierra se llamase Siria, vivía tranquilamente con su esposa y sus cuatro hijos, dos niñas y dos niños, en la ciudad más importante del extremo nororiental del país, Hasaka. Cuenta que le costó ir reuniendo dinero para construirse una casa en las afueras. Trabajó como chófer primero y luego como electricista. Su último empleo consistió en construir pozos de agua junto a un socio en las pequeñas poblaciones agrícolas de alrededor, un trabajo fundamental para una zona semiárida.
Es un hombre flaco y no muy alto a la vez que imponente, de facciones angulosas. En sus brazos delgados afloran unos músculos marcados, propios de quien se ha ganado la vida en tareas físicas. Sus manos encallecidas lo delatan. Las deja caer serenamente sobre la mesa mientras explica pausadamente su experiencia. Aunque no habla español, antes de que el intérprete, Ahmed, replique sus palabras, en los ojos se distingue el pánico de algún pasaje traumático, como cuando presenció en las calles de Raqqa la huella del Estado Islámico, un paisaje tétrico de cabezas cortadas. Bajo una acomodada sonrisa cortés se vislumbra una tristeza infinita, la de un ser humano consumido. Lo peor ha pasado para él y su familia, pero sus ojos continúan extenuados por el trauma. Apenas se le pueden distinguir rasgos árabes, si es que éstos existen. Al pasear por Jerez se ha vuelto a sentir un ser humano. "Por la piel, cualquiera podría decir de él que es gitano", señala Ahmed mientras le agarra amistosamente el brazo. Durante la entrevista también está Rodrigo Gómez, responsable de Accem en Cádiz, la Comisión Católica de Apoyo al Migrante, que a pesar de su nombre es una asociación laica.
No le resulta doloroso hablar de cuando su vida era normal. Las cosas marchaban para él y su familia hasta que llegó la llamada Primavera Árabe a comienzos del 2011, un movimiento popular cuyo fin era desplazar a los gobernantes que se eternizaban en el poder en diversas repúblicas árabes. En Siria, el régimen de Al-Asad se mantuvo ante la pasividad internacional. La situación se enquistó. Los opositores marcharon contra el Presidente, que llegó a responder con armas químicas. En esas, el extremismo encontró hueco y apareció el Estado Islámico, un potente grupo terrorista, multimillonario porque controla recursos energéticos y aún más cruel de lo que ya era Al Qaeda. "Los primeros años de guerra manteníamos la esperanza de que las cosas mejorarían", cuenta.
Fueron a peor. "El camino se hacía cada vez más oscuro", lamenta. A mucho peor. Siria había sido un país floreciente, culto, a un paso del Mediterráneo, que, bajo la dictadura de Al-Asad padre, desde los 70, ahondó en el laicismo. Culturalmente, cuenta este refugiado, nos parecemos. Una de las escasas veces en las que se le ilumina el rostro es cuando relata que en Jerez se ha vuelto a sentir persona, donde Accem le ha brindado refugio. La sociedad en la que vivió hasta mediados del año pasado se regía bajo la 'Ley de la selva', en la que los propios vecinos se enrolaban en uno u otro bando. Era imposible vivir. "Los refugiados sólo venimos buscando paz, no por tener más dinero o comodidades", insiste con ojos lastimosos. "Allí no quedan ni vida ni soluciones". Sólo el desamparo frente a los más fuertes, a los que empuñan la metralleta.
En las trágicas expectativas se fue hundiendo alguien a quien le costaba dejar atrás su hogar. Tuvo que vivir varias experiencias horribles, de las que dejan a uno arrebatado de su humanidad, para convencerse de que se tenía que marchar. Una vez, un grupo de mafiosos le extorsionó bajo el pretexto del conflicto para que pagara unos 800.000 libras sirias -al cambio, 3.000 euros- si no quería que su familia y su socio fueran exterminados. Se avino. Luego, casi perdieron todo cuando otro grupo armado conformado por conciudadanos, de esos que podían haber sido sus vecinos, los encerró a él y a toda su familia en una cueva durante 24 horas exigiendo que entregaran todas sus posesiones y dinero. El refugiado sin nombre, cuenta, pagó a uno de ellos para que les dejara escapar. Luego, guiado por su instinto, marchó a la ciudad de Raqqa, sin saber que la situación allí era aún peor, pues es uno de los más tristes frentes de batalla en el que colisionaron las fuerzas de Al Asad y del Frente Al Nusra, combatientes de la yihad. Al menos, agradece que sus hijos no presenciaran el horror de las cabezas separadas de sus cuerpos, de seres humanos ahorcados por las calles pudriéndose bajo el sol de Oriente. "Sólo vengo para darle paz a los míos", vuelve a decir.
Finalmente, se decidió a dejar atrás su tierra, su vida, su gente. Allá tiene aún a sus padres, de hecho, en un pequeño pueblo alejado del conflicto, con los que establece contacto con cierta regularidad. Era mediados de 2014 cuando cruzó hacia Turquía en autobús. Desde allí, cruzó junto a su familia en avión hasta Argelia. Tuvo que pagar a una organización que se dedica al traslado ilegal de personas para alcanzar al fin Marruecos. Era la última parada hasta Melilla. Los seis esperaron en la frontera a cruzar hacia, por fin, suelo europeo, su sueño. Primero cruzó él, para conocer de primera mano cuál era la situación, si era un tránsito seguro para su familia. Volvió a Marruecos. Consiguió que algunos de sus hijos cruzaran de la mano de los porteadores que sortean diariamente los dos países con bolsas llenas de productos, una práctica regularizada. En Melilla dejó a sus hijas en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) al cuidado de una mujer para volver a Marruecos y terminar de gestionar la llegada del resto de su familia. Pagó a las mafias para hacerlo posible.
Era verano de 2015. Había pasado casi un año desde que salieron de Siria. Por pocas semanas, no le tocó sufrir el embudo de desplazados en el Este de Europa, una emergencia humanitaria sin que meses después de que se produjera sigue sin solución. Cuando millones siguieron los pasos del refugiado sin nombre, las autoridades fortalecieron sus fronteras. En ese sentido, ha vivido cierta suerte, la que emanó de salir del país antes que los demás, con un futuro acaso más incierto pero que le ha brindado la posibilidad de poner fin al riesgo de muerte. Sin ser un privilegiado, cada día vive bajo un techo, duerme sobre un colchón, se alimenta adecuadamente y no pasa frío. Aquellos que se encuentran en campos del Este, la mayoría, los del gélido y húmedo invierno perpetuo de Hungría o Polonia, han escapado de una guerra para tiritar en países occidentalizados.
Una vez reunidos en territorio español, en la ciudad autónoma, cruzó a la península. En el puerto de Málaga, Accem tiene una red de personas colaborando para integrarlas en pequeñas comunidades. Buscan a los inmigrantes que llegan, desorientados, en los ferrys que conectan las dos orillas. De primeras, era reacio a quedarse en España. Soñaba con el norte de Europa, un destino del que le habían hablado maravillas. Se trasladó a Madrid para encontrar un medio de transporte. Su mujer voló de la capital de España a Suecia. Actualmente reside en Malmoë, junto a sus dos hijas. Se separaron porque en Barajas consiguió sólo tres billetes de avión. En teoría, al día siguiente de que volara su mujer y sus hijas, lo harían él y sus dos hijos varones. Aún no ha desvelado por qué se quedó en tierra, pero todo parece indicar que la persona a la que pagó para que adquiriera los billetes no cumplió su palabra y, sin perspectiva, retornó al Sur. Así acabó aquí. Primero, en unas instalaciones de las que Accem dispone en la Junta de los Ríos. Luego fue ubicado en Jerez, donde hoy convive en un piso junto a sus dos niños y otras tres personas inmigrantes de distintos orígenes. "En el Norte de Europa hay mucho racismo. Te maltratan, te insultan, te dicen por la calle que vuelvan a tu país. En Jerez la gente es amable".
Una de las voluntarias de Accem es psicóloga. Antes de iniciar la entrevista, nos pidió que tuviéramos cuidado al hablar de su mujer y sus hijas, a las que hace meses que no ve porque la separación lsigue haciendo sufrir terriblemente. Los que viven con él comenzarán a ir a un colegio público en los próximos días, después de que Accem haya gestionado su inscripción en tiempo récord. Cuando los voluntarios hablan sobre cómo van los trámites, se percatan de la mirada de los chavales, sentados en el sofá del salón sin prestar atención al televisor, en el que emiten dibujos animados. "¡Madrasa!", la palabra árabe para 'escuela, les dice Rodrigo mientras les señala. "¡Madrasa!", responden ellos antes de volver a fijar sus miradas en un 'smartphone'. En la pantalla se observa un precario videojuego de tiros. A partir de ahora, será el único formato en el que estos niños vivan la guerra.
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