La viña, la bodega y el viento
SE conversa sobre lo que se sueña o sobre lo que se teme, por eso tantas de las charlas de Frasquito y Don Ginés de Almansa tratan del viento. Frasquito es viñista y Don Ginés, bodeguero. Desde hace muchos años se reúnen cada día en la viña para charlar de injertos y de alcoholes. En cuanto Frasquito ve pasar las tórtolas de regreso a la dormida, sabe que de un momento a otro asomará por el carril el coche de su amigo.
Es la hora perfecta para sentarse a conversar en el almijar. A media tarde, la viña es un desierto donde sarmientos, pámpanos y hasta las mismas cepas crujen como si ardieran en una pira; pero, sobre las ocho, el sol pierde aliento y la tierra, cansada de beber luz y calor durante tantas horas, resopla agradecida.
Ese día hablaban del levante que había empezado a correr, sintiendo la preocupación de que se afirmara, ahora que se acercaba la vendimia. No se quejaban sin embargo de él, porque los dos sabían que las uvas necesitan de la bendición de los vientos. Es la alternancia de los aires marinos del poniente y los aires secos del levante la que garantiza una vendimia madura en nuestros pagos. En lo distinto que son ambos vientos está la causa : mientras el poniente trae sales que enriquecen la tierra y, cuando sopla, el esquimo madura bien, medran los racimos y no se pasan las metidas; el levante tuerce la paz de la viña y, en cuanto empieza a afilarse, hay que correr a tapar los racimos para que no se quemen y asegurar las grímpolas. A pesar de ello, las cepas precisan de su calor porque contrarresta la humedad de las blanduras en el estío, evitando que las flores de la vid se pudran.
El mismo desasosiego que a la viña, lleva el levante a la bodega. Nada más ver por la mañana el giro de la veleta en la espadaña, Don Ginés había ordenado que se cerraran las ventanas, se regara el piso y se cubriera el suelo -a él le gusta observar los usos antiguos- de cascajo salado. Incluso mandó que se prepararan los avíos necesarios para blanquear las coberturas si ese viento, por entonces indeciso, arreciaba o persistía.
Sin embargo, cuando sopla de poniente, el viento viene cargado de la humedad marina. La bodega entonces se llena de un frescor de cántaro, que enriquece la flor de los vinos finos. Tan benéfico es el poniente para ellos que, sólo por recibirlo de mejor suerte, eligió Don Ginés para alzar su bodega un solar situado de cara al Atlántico. No fue necesario decirle al arquitecto que la fachada larga debía estar orientada a noroeste y la corta a suroeste ni que el tejado se levantara a dos aguas para minimizar la insolación ni que los muros se levantaran muy anchos con el fin de que transmitieran al ambiente la humedad y el frescor del suelo, porque, en Jerez, hasta el último albañil iniciado en los misterios de la vieja escuela de constructores de bodegas conoce estas reglas elementales.
De hecho, el casco de bodega que se alza en la viña de Frasquito la levantó, hace siglo y medio, un maestro de obras por encargo de su abuelo. La construyó de una sola planta, muy alta, y una fila de ventanas a la altura de las carreras -tapadas, según la costumbre en Jerez, con esterones de esparto-, porque es bien sabido que así el edificio regula su propia humedad interior y las ventanas sirven, tanto de chimeneas de evacuación del tórrido levante, como de gatera por donde se cuela la humedad del poniente. Desde entonces, la bodega no ha dejado ni un momento de enriquecer vinos, debelar luces y recoger vientos.
Existe, por tanto, una relación de dependencia vital entre la vid, el vino y los vientos marinos. Esta observación no es sólo cosas de enólogos modernos, sino que, ya a finales del siglo XVI, escribía el poeta Rosas Oquendo : "Qué buena fuera la mar,/y amiga de gente grave,/ si lo que hace con los vinos/hiciera con los linajes :/ que avinagrando los ruines,/los buenos perfeccionase".
Mi abuelo decía siempre que en el frontispicio de cada bodega y en el zaguán de cada viña, además de una alegoría de Baco y otra de Sileno, que le enseñó a plantar cepas, debiera erigirse un altar dedicado a Eolo, dios del Viento.
Nadie podría tachar de extravagante a quien siguiera este consejo, porque ya en el siglo I nuestro paisano Lucio Junio Moderato Columela recomendaba, en la parte de sus doce libros de la agricultura dedicada a la vendimia, algo parecido : "Se fregarán -decía- los pozuelos, las prensas y los lagares, como también todas las vasijas, con agua de marý Se ha de ofrecer, muy piadosa y castamente, sacrificios en honor de Baco y Proserpinaý".
Los antiguos no tuvieron por insensatas estas recomendaciones y hubo un tiempo en que nuestros agricultores aviaban carros adornados con guirnaldas para transportar a los vendimiadores hasta el tajo. Yo aplaudo la sabiduría de nuestros mayores e invito a viñistas y a bodegueros a que, si quieren una vendimia abundante y vinos fuertes, limpios, con aroma, frescos y añejos, depositen cada día flores en el altar de Eolo. Mi abuelo dio este mismo consejo a Frasquito y a Don Ginés y no hay director de banco que no ronde, a lo tonto, el bar en el que ambos paran.
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