Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
LO chiamavano bocca di rosa e metteva l'amore, e metteva l'amore, lo chiamavano bocca di rosa e metteva l'amore sopra ogni cosa…
El 3 de mayo de 1770 la pequeña localidad italiana de Camerano vio nacer a Monaldo Angelli en el seno de una familia apasionada por la música. Su padre, Monaldo senior, era el organista de la parroquia de L'Immacolata, su madre, Roberta, era una virtuosa de las castañuelas y su hermana, Concettina, tañía el laúd y el violín.
Con la orquesta en casa, se podría afirmar que el pequeño Monaldito aprendió a cantar antes que a hablar. A los dos años interpretaba lindas tonadas populares y a los tres dio su primer recital, subido a una mesa en una taberna del pueblo. El programa se compuso de cinco tarantelas y enloqueció al público, que comenzó a contratarlo para animar bodas, bautizos y todo tipo de festejos populares.
La fama del tierno cantante pronto corrió por la región, y así fue convocado a las pruebas de la escolanía de la basílica de Loreto, donde fue admitido a los cinco años. Su estancia en la Santa Casa duró cuatro temporadas y se vio interrumpida por un turbio asunto de abusos en el que estuvo implicado el maestro de coro porque, todo hay que decirlo, la belleza de Monaldo era irresistible. Tenía los ojos verdes, la boca de fresa, el pelo como la tinta (negra) y con el tiempo desarrolló un cuerpo que con frecuencia fue comparado con el de Apolo. De hecho, tras vencer varios certámenes regionales, en 1785 se alzó con el título de "Mister San Pietro", que premiaba al joven más hermoso de los Estados de la Iglesia.
Pero en aquel tiempo la publicidad estaba en mantillas y el oficio de modelo se limitaba a posar para los artistas, por lo que no era nada ventajoso. Así que la música fue el camino elegido por los papás del cantor para intentar prosperar. Un total de ocho cortes italianas, además de Roma, fueron visitadas por los Angelli. En todas triunfaron, pero de todas tuvieron que salir corriendo, porque Monaldo, amén de un tenor magnífico, se demostró un tanto vacilón. Hoy era la hija del duque de Parma, mañana una monja de un convento florentino, al otro la princesa Orsini y como postre un cardenal de la Curia, pues si bien el figura no era de la piompa, no desaprovechaba la oportunidad de obtener ingresos extras por esta vía.
La familia de Monaldo erraba de palacio en palacio hasta que no quedaron estados en Italia a los que acudir. Así que pusieron rumbo a Viena, donde un genio llamado Mozart no dejaba de estrenar óperas. Definir como tormentosa la estancia vienesa de nuestro bizarro amigo sería quedarse corto. Había sonoras broncas en las taquillas de los teatros donde actuaba, pues tres funciones diarias no eran suficientes para todos los que querían admirar su arte, pero aún peor fueron los líos de faldas, hasta el punto de que los continuos escándalos del cantante acabaron por hartar al emperador José, quien decretó su expulsión del Imperio una fría mañana de 1790.
Así empezó un peregrinar por toda Europa, desde Rusia a Estocolmo, de Munich a Dresde, pasando por Londres, París, Lisboa y Madrid. Éxitos en escenarios y dormitorios, salpicados de lances de todo tipo, huidas repentinas, hijos naturales y algún que otro duelo. Los padres de muchachito lo intentaron todo, desde amables charlas a contundentes palizas, pasando por el clásico bromuro (que a él no parecía hacerle efecto) e incluso se llegaron a plantear la castración, si bien al final esta opción fue descartada por miedo a un cambio de voz en la estrella.
Los historiadores de la música aún no tienen claro el motivo por el que el arrebatador Monaldo acabó en Jerez, pero el caso es que los documentos encontrados por José Manuel Moreno Arana en el Archivo de Protocolos Notariales no dejan lugar a dudas. El 17 de julio de 1795, ante el notario Pedro Caballero Infante, se firmaba el contrato por el que el tenor se obligaba a trabajar durante un año en todas las representaciones que se llevasen a cabo en la ópera del duque de San Lorenzo, ubicada en los jardines del Alcázar.
Juan de Trillo y Borbón cuenta en sus memorias que jamás se oyó voz tan maravillosa en la Baja Andalucía, pero su opinión se ve contrastada por los sermones del beato Diego de Cádiz, quien define al dueño de esa voz como un monstruo rijoso, sin escrúpulos, necio, como el viento impetuoso, estúpido, engreído, falso, enano y rencoroso, en una especie de premonición del célebre tema de Manuel Alejandro.
Fue sólo un año, pero un año memorable. Se perdió la cuenta de los corazones rotos y de los bebés abandonados en la inclusa. Una palabra de los dulces labios de Monaldo era capaz de derribar la resistencia más tenaz, una mirada de sus fascinantes ojos verdes, podía conquistar a la mujer más fría. Pronto el italiano se convirtió en el centro de atención de la ciudad y, por desgracia, en el leit motiv de todas las peleas. Había peleas en los salones de la alta sociedad (incluso dos señoras llegaron a arrancarse sus pelucas perfectamente empolvadas a causa del guapo cameranense), había peleas en las tabernas, en los cuarteles, en las pastelerías y cogiendo agua en la fuente de La Alcubilla. Siempre el argumento de discusión era Monaldo, la voz de Monaldo, que si tu madre se ha ido con Monaldo, la ropa que llevaba Monaldo, los cuernos que te había puesto Monaldo, perdona bonita pero Monaldo me quería a mí y otras retahílas que de continuo alteraban la paz del corregidor, al que no dejaban de llegarle denuncias y chismes de lo más variado.
Como pueden figurarse, pronto se manifestó un odio profundo hacia el buen mozo, si bien el más intenso anidó en el corazón de don Juan Virués de Segovia, pues entre aria y aria, hizo perder la doncellez a sus cinco hijas. Así que urdió un plan para acabar de una vez por todas con el libertino.
Cierta noche apareció una extraña dama en el palacio de los Villavicencio para ver actuar a Monaldo. Sus facciones eran un tanto duras y su voz grave, pero su atractivo era indudable. Pronto Monaldo se fijó en ella y al poco comenzó su asedio, que fue tan bien recibido que a la media hora estaban en el dormitorio de la señora, en una casa de la calle Francos. A partir de ahí, los hechos se desarrollaron con mucha rapidez. Ella jadeaba mientras Monaldo le arrancaba el vestido, el miriñaque, las enaguas y los pololos (que vaya trabajera), para descubrir que su amante tenía entre las piernas un cebollo de las proporciones del peñón de Gibraltar. Acto seguido entró en la alcoba la Santa Hermandad, quien prendió al cantante por sodomita, siendo entregado a la justicia. Como pueden suponer, todo había sido una trampa maquinada por el señor Virués, en venganza por su ultraje.
C'era un cartello giallo con una scritta nera, diceva addio bocca di rosa con te se ne parte la primavera...
Monaldo fue condenado a perecer quemado en la hoguera y nada más conocerse la noticia se inició una serie de suicidios femeninos sólo igualada por la muerte de Rodolfo Valentino. Pero el día antes de su ejecución, su celda apareció vacía, sin que se sepa a quién pudo enamorar en tan extrema situación para conseguir ese favor.
A partir de aquí comienza la leyenda de Monaldo Angelli. Unos dicen que marchó a América, naufragando en la travesía. Otros afirman que continuó su periplo por Europa con otra identidad, y acabó fusilado por orden de Napoleón, quien lo sorprendió coqueteando con Josefina. No obstante, las versiones más fiables aseguran que volvió a Camerano donde, arrepentido, contrajo matrimonio con una italiana a la que fue fiel toda su vida, siendo antepasado directo de la bellísima actriz Pier Angeli.
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