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Análisis

José Ignacio Rufino

Teruel no sólo existe: 'lo peta'

Las localidades menos centrales y turísticas luchan por obtener un lugar bajo el sol y el nuevo manáEl olvidado interior de la Península se pone de moda: dame Starbucks y dinerito fresco, turista

Hubo un tiempo en el que las matrículas de los vehículos identificaban la provincia en que se matriculó mediante una o dos letras. Eran tiempos en que los catetismos provinciales alimentaban sus fobias cainitas con las placas, y los trogloditas de turno podían soltar su bilis bajando la ventanilla y llamándole aun conductor del coche de al lado, del que desconocían todo, menos su procedencia: "¡Peloponésico, cabrón, vete a tu Peloponeso!", por ser neutros. La M de Madrid o Bi de Bilbao daban mucho juego a los chorizos de ventanilla y palanquetazo en el maletero, porque se supone que son mucho mayores las probabilidades de que los forasteros lleven cosas más valiosas que los de la tierra propia (la del chorizo: ellos son mangantes, pero paisanos). Otras curiosidades se derivaban de las matrículas con prefijos. Por ejemplo, había un malvado sureño -"Lo de aquí, lo mejor del mundo, esto es pa morir"- que solía decir "¿Existe Teruel de verdad? ¡Teruel no existe!, sólo está en las matrículas de algunos coches; fue idea de un jerarca provincial del Movimiento para forrarse con las tasas".

Tan ignorada era Teruel en infraestructuras y tan pequeñas y poco pobladas eran su ciudad y provincia, en una especie de en medio de la nada en la Piel de Toro -bendito provincianismo, por cierto-, que sus autoridades políticas, ya en Democracia, crearon un eslogan de respuesta al "Teruel no existe" imperante y algo sobrado. Un lema promocional muy sencillo y eficaz (como el retoque leve del logo de Correos: qué gran éxito de resonancia en las redes tuvo por los indignados por lo que costó el creativo… dinero a la postre superamortizado y rentabilizado): "Teruel existe". Le faltaba quizá un "leche" tras una coma al final, pero mejor el humor que el resentimiento, siempre. El éxito ha explotado de pronto, y Teruel no sólo existe en el imaginario nacional, sino que se ha convertido en un destino obligatorio si quieres estar en sintonía con el sino de los tiempos: viajar -es un decir- y conocer, decir que estuviste allí, y decirlo sobre todo gráficamente, con fotos publicadas a los cuatro vientos. "¿No conoces Teruel? ¿De verdad? Pues ya estás tardando, no sabes lo que te pierdes, tío".

Que no se molesten los turolenses -que haberlos, haylos-, pero se trata de otro ejemplo, que aquí tomamos como paradigmático, de joya oculta ya en el mapa turístico, con su Ryanair semanal, un destino con Starbucks y varias franquicias de helados. En otro rollo más bucólico y salvaje, es un esquema parecido al que ha convertido en must, adocenándolas con servicios múltiples e inflación de precios y diluyendo así su encanto, a lugares como la playa de Bolonia (Tarifa y Zahara, ni digamos), en Cádiz, o a Sagres, Carrapateira y Odeceixe en el Algarve y Alentejo portugués. Los noveleros, con los ojos de la fe, están casi tan contentos como los lugareños que, en todo su derecho, bendicen el nuevo destino turístico globalizado (también se frotan las manos los inversores de fuera, ahí está la cosa). Mientras, en la otra esquina, los nostálgicos y no poco patéticos pioneros del lugar se lamentan.

Puse en Facebook el otro día una reflexión trivial y juguetona sobre mi sorpresa al saber, de sopetón, que distintos amigos tenían en su agenda de vacaciones de este año a Teruel. No sólo eso: muchos otros comentaron lo preciosa y hasta indispensable que es la provincia aragonesa pero poco maña (¿la tendrá Torra y demás como zona de expansión de la Gran Cataluña?). El turismo puede con todo, es el mainstream subyacente que mueve nuestros movimientos de livingstones de Bookings, Airbnb y Tripadvisor. Vida al interior de la Península. El asunto es qué lugares van a quedar libres de aroma a glutamato y a bandeja de comida de aerolínea.

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