Sanción ejemplar en tiempos convulsos
Salve, Estrella de los Mares,… Isis
No, no es que vaya yo a descubrir ahora, en mi simpleza, cómo el cristianismo se sirvió de los viejos moldes religiosos precristianos para rellenarlos con nuevas y valiosas ideas acerca de esa especial e íntima ligazón entre el ser humano y la divinidad (del lat. re-ligare parece derivar el término religio). Será en el próximo número de nuestra revista académica Ceretanum donde añadiremos la bibliografía y los comentarios más específicos y, acaso, menos asequibles sobre el tema).
Basta con leer el clásico, monumental e imprescindible estudio de sir J. G. Frazer, La rama dorada o recordar al maestro Presedo Velo en la Universidad Hispalense cuando hablaba sobre la devoción a la Virgen María en relación con el culto a las grandes diosas madres, en general mediterráneas: Inanna, Ishtar, Astarté, Tanit, Cíbele (Cibeles) o Isis.
En otro lugar hemos escrito que, además de la similitud en las formas de veneración, en expresiones o incluso en advocaciones concretas entre esas divinidades y la Madre de Jesús, nos consta que las imágenes de la diosa Isis con su hijo Horus/Harpócrates representaron a la Virgen María con el Niño en el culto cristiano.
Pero permítanme en esta ocasión (y en este mes de julio) fijarme en el título Stella maris, «Estrella del mar», extendido, sobre todo, a partir de la famosa plegaria Ave, maris stella (anónima y muy antigua, posterior a Venancio Fortunato y anterior a Pablo Diácono) y muy popularizado en la versión “Salve, estrella de los mares…”, de la llamada «Salve marinera», que tiene su origen en el final del acto I de la zarzuela El molinero de Subiza, estrenada en diciembre de 1870 en el Teatro de la Zarzuela (y con libreto publicado en 1871), con música de Cristóbal Oudrid Segura y letra del ilustre sanluqueño Luis de Eguílaz (con su calle junto a la jerezana Plaza del Banco). Es cosa sabida que fueron los alumnos de la Escuela Naval Militar a la sazón en Ferrol, donde se representó la obra en 1872, quienes primero establecieron el vínculo entre este canto y la Virgen del Carmen, su patrona, de quien era tan devota mi madre Antonia Romero.
Pues bien, resulta que una vez más hay que recurrir a antiguos moldes, y podría decir «odres» (Mt 9, 17), que reventaron al llenarse del «vino nuevo» y fecundo del cristianismo. Y es que ya Frazer advertía: «Y a Isis, en su posterior advocación de patrona de los marinos, quizá deba la Virgen su bellísimo epíteto de Stella Maris, “estrella de los mares”, bajo el que la adoran los navegantes sacudidos por la tempestad».
En realidad no es la gran madre egipcia la única con esta función. También la diosa Ino Leucótea salva de la furia de los vientos y las olas a Odiseo en Odisea V 333 ss., asumiendo así un papel de protectora, al igual que la Madre del Carmelo. Pero para la diosa egipcia nos interesa especialmente el testimonio del griego Plutarco, Sobre Isis y Osiris 38, 365f: «A la estrella Sirio la consideran de Isis» (como en Diodoro de Sicilia o Apuleyo): Isis es Sirio, la estrella Alfa Canis Maioris, la más brillante del Can Mayor, la que en la «canícula» (la «perrita») da inicio a las crecidas del Nilo y de ahí que la fiesta isíaca se celebrara el 16 de julio, el mismo día de Nuestra Señora del Carmen (por haberse aparecido en esa jornada de 1251 y haberle entregado el escapulario a san Simón Stock). Y aunque el apelativo Stella maris se haya conectado de algún modo con el confuso pasaje (sobre Elías) de 1 R 18, 44-45, me parece evidente que es otra aculturación cristiana por la que María deviene «Estrella del mar», repito, en la muy antigua plegaria, que será remozada por Isidoro de Sevilla, Etimologías VII 10, 1; San Bernardo, Hom. sobre la Virgen Madre 2; o Gonzalo de Berceo, Milagros de Nuestra Señora. Introducción, copla 32; y, siglos después, por Cristóbal de Castillejo, Lope de Vega, Fray Luis o Cervantes.
Pero lo curioso es que esta conexión Isis-estrella-María debe de haber influido para que san Jerónimo interpretara el nombre de María, hebr. Miryam/aram. Maryam (etimológicamente muy incierto, con unas setenta hipótesis) como derivado del hebr. ma’or, «luz, resplandor, estrella») en su Liber de Nominibus Hebraicis (Onomasticon) 21 y 92: Mariam, illuminatrix mea (...) vel stella maris (...). Melius autem est, ut dicamus sonare eam stellam maris.
No obstante todo lo anterior, hay quienes defienden (entre ellos el profesor M. A. Canney ) que Jerónimo, doctísimo homo trilinguis, sabía mucho hebreo para proponer tan dudable etimología. Y es que, por diversos indicios (como otra lectura de algún manuscrito), cabe ofrecer otra explicación: stella maris podría proceder de una deformación o error en la transcripción manuscrita de la genuina traducción jeronimiana para Miryam/Maryam (quizá basada en el Onomasticon de Eusebio de Cesarea), que sería stilla maris, «gota del mar» (hebr. mar yam: mar, “gota”; yam, “mar”). Insisto en que la asociación entre la Virgen María y la estrella, con el respaldo y la mediación de Isis, era muy potente, estaba muy viva en los años del gran doctor de la Iglesia y, como arriba apunté, en épocas posteriores. La transformación stilla>stella por los transcriptores bien podía considerarse «cantada».
Pero el caso es que tampoco esa «gota del mar» carece de sentido (que se enlazó luego con Is 40,15) ni con ella nos libramos del poderoso influjo de Isis, cuyas lágrimas por Osiris en el día del orto helíaco de Sirio, dentro de sus rituales y culto, se suponía que empezaban a provocar las anuales y fructíferas inundaciones del Nilo.
Isis y María, con algunas concomitancias e insalvables diferencias (una reina poderosa, otra humilde esclava del Señor), unidas por un astro luminoso o por el llanto. Y es que nada más universal ni más humano… ni más cristiano que el brillo de los ojos y las lágrimas de una madre. Isis llora por su esposo Osiris, María por su hijo; aquella por el juez de las almas; esta por nuestro Salvador.
O Flos Carmeli, ora pro nobis.
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