El parqué
Continúan los máximos
Se escucha por ahí una narrativa simplista según la cual toda crítica ciudadana es una muestra de victimismo, exageración o, como algunos prefieren llamarlo, de “indignación profesional”. Bajo ese prisma, cuestionar la deriva que han tomado las zambombas sería poco menos que un pasatiempo del jerezano gruñón que nunca está conforme. Pero la realidad es más compleja, y reducir el debate a caricaturas solo sirve para evitar la conversación de fondo: ¿cómo compatibilizamos una tradición valiosa con la vida cotidiana de una ciudad que también tiene derecho al descanso, a la movilidad y a la convivencia equilibrada?
Las zambombas forman parte esencial del patrimonio cultural jerezano, y su declaración como Bien de Interés Cultural en 2015 reconoce precisamente su dimensión íntima, comunitaria y espontánea. Lo que hoy muchos vecinos cuestionan no es la zambomba en sí -nadie propone apagar su encanto ni su potencia social- sino la mutación acelerada que ha sufrido: una fiesta nacida en patios de vecinos que ha derivado hacia un macroproducto turístico que, en muchos casos, poco tiene que ver con aquella candela original.
Defender que toda organización es positiva porque atrae gente a hoteles y bares es ignorar deliberadamente que las ciudades no son parques temáticos y que la actividad económica no puede erigirse como argumento absoluto para justificar cualquier tipo de impacto. No es ‘apagar la ciudad’ pedir que una actividad regulada cumpla los límites razonables de ruido, horarios y ocupación del espacio público. Es, simplemente, defender que la convivencia es un equilibrio entre derechos, no un concurso de a ver quién se impone.
Tampoco es justo presentar a quienes piden ordenación como enemigos de la tradición. Al contrario: son precisamente los vecinos quienes, durante décadas, han mantenido vivo el espíritu de la zambomba sin necesidad de focos, barras externas ni amplificaciones desproporcionadas. Confundir “regulación” con “esencia perdida” es olvidar que muchas tradiciones han desaparecido precisamente por no haber sido cuidadas a tiempo frente a la presión comercial.
El problema no es que vengan visitantes -bienvenidos sean, como siempre-, sino que la planificación urbana y cultural debe hacerse con criterio, capacidad de carga y escucha activa. Un casco histórico saturado no es sinónimo de una tradición más fuerte; al contrario, puede convertirse en un territorio hostil tanto para quien vive como para quien lo visita.
Reivindicar límites y exigir responsabilidad institucional es un ejercicio de ciudadanía adulta. Apreciar la zambomba no exige aceptar su conversión en un ruido continuo durante semanas, ni renunciar al derecho al descanso como si fuera un capricho. Por supuesto que Jerez tiene aún algo muy valioso: gente dispuesta a cantar en la calle. Pero justamente por eso, porque la fiesta es nuestra, porque nace de la comunidad y no de la explotación comercial, cuidarla implica no dejarla caer en la banalización ni en el uso indiscriminado del espacio urbano.
La defensa de la cultura no puede basarse en descalificar a quienes la quieren proteger de sus propios excesos. Jerez no necesita menos crítica: necesita mejor gestión, más participación y una visión que entienda que conservar una tradición no significa convertirla en un producto que, por rentable que sea, devore la vida cotidiana de la ciudad.
La zambomba es un tesoro. Precisamente por eso, no deberíamos permitir que su brillo deslumbre hasta el punto de no ver a quienes aquí vivimos todo el año.
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