Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
NO tenemos las conexiones más rápidas ni las tarifas más baratas, pero los españoles estamos enganchados a la red. Seis millones de internautas lo son a tiempo completo: se encuentran permanentemente conectados a internet en alguno de sus modos de acceso. Como si nos hubiésemos empeñado en compensar la tardanza con la que este país se suele incorporar a las innovaciones tecnológicas. A noveleros no nos gana nadie.
A estos seis millones de compatriotas los expertos los llaman "comunicadores digitales permanentes". Majaretas perdidos, vamos. Gente que no desconecta jamás. Comunican y reciben comunicaciones a todas horas. Por tierra, mar y aire, o sea, a través de los smartphones (teléfonos inteligentes) fundamentalmente, pero también vía PC, tabletas o ebooks. En casa o en el trabajo, viajando o de copas. En apenas un año el número de internautas se ha multiplicado por tres.
Yo he tenido de compañero de asiento en una ópera a una alta personalidad del mundo académico. En realidad no estaba allí: se pasó las tres horas jugueteando con el móvil. Sólo paraba en los descansos, seguramente para que ningún espectador constatara que había ido a la ópera por puro esnobismo o porque lo habían invitado. Esta misma semana coincidí en un gastrobar con una pareja de madre e hijo que se tragaron la cena enviando mensajes de móvil -cada uno con el suyo-, sin intercambiar una sola palabra y haciendo breves pausas sólo para devorar las tapas. Lo mismo se escribían una a otro para no tener que hablar... Me quedé con la duda.
Seguro que ustedes habrán sido testigos -o protagonistas- de muchas comidas navideñas y celebraciones propias de estas fechas en las que los comensales pasaron la mayor parte del tiempo en silencio, cada cual dedicado a mandar whatsapps a interlocutores lejanos y ajeno a quienes comían, bebían y reían a su lado. Habrá gente que ha felicitado el año nuevo a un desconocido que trabaja en la Antártida y no a quien comparte estrechos lazos de sangre y total cercanía. Algo ha tenido de bueno el fenómeno: al no hablarse se habrán evitado algunas broncas familiares, tan entrañables.
Los jóvenes son, claro está, los usuarios más intensivos, pero el grupo de edad que más creció en esta inmersión, a veces patológica, en la red fue el de los prejubilatas (entre 55 y 64 años). Su filosofía parece ser: si puedes decírselo por Twitter, ¿por qué decírselo en persona? Relaciones sociales sin expresión oral. ¡Socorro!
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