José María Castaño

¡Adiós maestro y amigo Alfredo!

Cuando se escribe con lágrimas en los ojos las letras se ven turbias. Unas veces más lejos y otras más cerca como los recuerdos que ahora se arremolinan en la tristeza más absoluta. Pues, no por esperado, el dolor achica el amargor de las despedidas.

Aún es pronto, pero creo que el mundo flamenco no sabe cuánto ha perdido con el adiós de Alfredo Benítez. Su sabiduría había alcanzado una profundidad inaudita; pues su visión del cante llegaba a unas cotas existenciales muy elevadas.

La historia del Alfredo comienza cuando aquel niño fue sorprendido por unos gemidos que llegaban de una reunión. Asomó su cabeza y se preguntó por el origen de aquellos misteriosos sonidos mientras los nudillos de aquellas personas hacían caer los vasos de vino desde las mesas. A partir de entonces, consagró toda su vida a perseguir aquel enigma y creo que solo lo alcanzó en la oscuridad de sus últimos días, que fueron como auténticas y afiladas siguiriyas entre cuatro paredes.

De joven, estuvo en todas las reuniones en las que pudo. Aprendió a tocar la guitarra con Rafael del Águila, de quien era una especie de secretario, y tocó a personajes como La Bolola o Remache, entre otros. Organizó una misa flamenca con Paco Gálvez, reclutando a jóvenes entonces del calado de Luis de la Pica o El Torta. A Alfredo le apasionaba ese misterio en forma de expresión, el cante, que llegó a bautizar como un ejercicio de aforis

Con la solera que dan los años, comenzamos a llamarlo el “maestro Alfredo”. Pero a él no le gustaba el apodo porque argumentaba que su continuo aprendizaje no era más que un regalo que el debía devolver. Y así estuvo hasta el final de sus días; compartiendo sus vivencias sin pedir nada a cambio. Su sabiduría no fue nunca un alarde sino una extensión del amor aplicado al conocimiento y que difundió varias décadas en Los Caminos del Cante.

Cada lunes, en casi 30 años, nos sorprendía con algún comentario que nos dejaba perplejos. Porque, a través del cante, Alfredo hacía una radiografía del ser humano y quedó convencido que nuestro arte jondo era, ante todo, una terapia para el alma. Incluso, llegó a apuntarle unas siguiriyas a un maestro que tenía en el Tíbet.

Estaba muy orgulloso de aquello porque el monje le dijo que “eso” que le cantaba era un mantra que seguramente había creado un pueblo lleno de angustias para consolarse.

Ni eso nos consuela hoy, en el día de su adiós. Alfredo ha ido dejando un reguero de luz y paz, de armonía y de una entrega absoluta al arte que siempre amó hasta las últimas consecuencias. Su adiós ha dejado a oscuras estos caminos del cante, que ahora algunos cuestionan, pero cuyo valor principal fue ser un altavoz de Alfredo para el mundo. Nos deja una de esas personas que rebosaban amor sin más aditivos. Se va un hombre bueno, un aficionado al que un día su pasión lo convirtió en un gran maestro, para el cante y para la vida. Siempre nos decía que había que aceptar incluso lo inaceptable y que el dolor siempre será un perpetuo compañero de viaje. En esa estamos. Gracias y hasta siempre, Alfredo, buscaremos siempre esa luz que nos has dejado encendida.

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