Bañistas

El timonel de la canoa no paraba de dar gritos, chillando como un loco, pero nadie le hacía caso

El otro día, en medio de la ola de calor, había una barca llena de niños remando en el Guadalquivir. Eran niños que participaban en una actividad organizada por algún centro deportivo o alguna asociación. Habían llegado acompañados por los monitores, que les ayudaron a ponerse los chalecos salvavidas y luego los fueron distribuyendo entre las canoas. Los monitores vigilaban de cerca de los niños desde una especie de monopatín. La escena, no sé por qué, me recordó el famoso cuadro de Seurat de los bañistas en Asnières. Hace años, era el primer cuadro que uno veía cuando entraba en la Galería Nacional de Londres. Que yo sepa, ese cuadro representa a parisinos humildes que no tenían otro lugar donde bañarse más que ese recodo del Sena. De hecho, al fondo se ven las chimeneas humeantes de tres o cuatro fábricas y el puente del ferrocarril. No son bañistas ricos, no, son gente de los arrabales de París que se da un chapuzón en el río en una mañana de verano. Pero cuánta placidez hay en ese cuadro, cuánta belleza, cuánta plenitud. Esa gente vive en carbonerías, en cuchitriles, en sótanos, en buhardillas; esa gente trabaja en fábricas apestosas y en locales llenos de mugre, pero ahora el sol les da en la piel desnuda y la hierba y el río son sólo para ellos. Hay cuadros que nos conmueven, otros que nos intrigan y otros que nos trasmiten un súbito temblor de piernas (Velázquez, Goya). Pero hay cuadros que sólo nos hacen suspirar. ¿Quién pudiera vivir ahí?, pensamos. El de los bañistas de Seurat es de esa clase.

Y en esto me fijé en una de las canoas de los niños. El timonel no paraba de dar gritos, pero nadie le hacía caso. Uno de los niños se negaba a remar, otro decía que no sabía, otro chillaba porque el remero de delante no remaba con fuerza y otro decía que quería volver a la orilla. Y mientras tanto, el timonel -una chica- no dejaba de dar órdenes contradictorias: "¡Adelante! ¡No, no, por el otro lado! ¡Parad ya! ¡Deprisa, más deprisa! ¡Por aquí! ¡No, hacia atrás, hacia atrás! ¿Pero no veis que es por el otro lado, idiotas?". La canoa estuvo a punto de volcar varias veces. El timonel seguía chillando como un loco. Nadie le hacía caso. Por suerte, los monitores se dieron cuenta y aparecieron enseguida y consiguieron llevar la canoa hasta la orilla. Final feliz.

Y a nosotros, ¿quién nos llevará a la orilla cuando llegue el otoño?

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