Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 31 de diciembre de 1946: Argudo, García-Figueras y Montenegro
ERA el desencantado, era la aristocracia convertida en su huella invisible. Budd Schulberg tenía la pantalla en los ojos, era un escritor con el cine en las teclas de sus más de trescientas pulsaciones por minuto de literatura portátil. Ha muerto a los 95 años, pero el cine murió antes que él, especialmente para los que pensamos que el cine terminó con El padrino, y que después sólo ha habido unos cuantos aciertos. Pero el cine americano, esa artesanía en blanco y negro en la que la imaginación todavía importaba, cuando el propio Tom Mix, antecedente mudo de John Wayne, acudió al entierro del viejo Wyatt Earp en su tumba de Hollywood, lo contempló Schulberg desde su gestación como creador que iba a escribir guiones como novelas y novelas como películas, asimilando el tránsito continuo de un arte mestizo que nació y murió en siglo veinte, aunque se perpetúe como industria.
Budd Schulberg no podía sobrevivir al cine. Después de ser señalado como comunista en la Caza de Brujas pudo resarcirse de sí mismo escribiendo el guión de La ley de silencio, por el que ganó un Oscar. Pero ya antes había publicado la novela Más dura será la caída, donde ya se vislumbra el estilo canalla estilizado, quizá contrapicado entre El halcón maltés y Gatsby. Así, algo había en la observación menuda y acendrada de este hombre de cine, de este destripador de la fragilidad más suntuosa, quizá de Scott Fitzgerald curtido no en el césped tupido de los college, sino en los bares oscuros de los bajos del puerto de New Jersey o en los locales de comida rápida donde sobrevivían las starlettes aspirantes a actrices y los detectives que espesaban el humo con sus nubes hambrientas, lo sexy y el espanto, la sangre y lo sublime. Sin embargo, no siempre fue así: en un principio fue un chico millonario hijo del productor B. P. Schulberg, y se sentó en los muslos de Jean Harlow, y hasta encontró azucenas en la mirada rota y destronada de la Garbo.
Fue entonces cuando decidió ser escritor, y escritor de cine, por más señas. Un día recibió el encargo de acompañar a un gran novelista, el que más admiraba todavía, como coguionista en el proyecto de escribir una historia sobre el mundo universitario y juvenil, la cumbre y la inocencia a este lado del paraíso. Se trataba, en efecto, de un Scott Fitzgerald que ya protagonizaba, en vida, su propio derrumbe personal. Así lo narraría años después Budd Schulberg en El desencantado, que es la mejor biografía que se ha escrito sobre Scott y la verdadera gran novela de la generación perdida en Hollywood. Ahora ha muerto en su casa de Long Island, en Westhampton Beach, y con él se ha llevado la herrumbre de las copas vacías de Norma Desmond.
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