Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Una estrategia hereditaria
A finales de la semana pasada nos dejó Buenaventura Sánchez Falcón, para muchos Don Ventura, el cura de Fátima. Después de una larga enfermedad, el bueno de Don Ventura-para los que somos creyentes-, partió a la Casa del Padre. No tuve una relación estrecha ni continuada con él, sólo lo que el Movimiento Scout de la Diócesis en muchos de sus momentos, nos unió. Cuando me tocó ser Delegado Diocesano a finales de los noventa, Don Ventura fue uno de sus consiliarios; nunca una mala palabra, un mal gesto, siempre nos trató con un afecto extremo y un cariño indescriptible. Sólo tuvo hacia nosotros palabras de aliento y entusiasmo, porque creía de corazón que este movimiento de jóvenes en la diócesis eran una bendición del cielo, aire freso, energías renovadas en la firme voluntad de dejar este mundo mejor de lo que lo encontramos. Don Ventura hizo mucho bien, nos dejó un mundo, ese que él pastoreó, bastante mejor de lo que lo recibió, sin grandes aspavientos, ni ninguna grandilocuencia, con la sencillez de los humildes, con la ingenuidad que a veces, disfrazada de simpleza, contiene una enorme sabiduría. La delegación diocesana de los scouts, siendo Javier Castro su delegado, le distinguió hace unos años como uno de sus Miembros de Honor, una distinción que Don Ventura recibió con la ilusión de un niño y con merecimiento más que evidente. El viernes pasado en la mañana, su barrio, su gente, a los que dedicó su vida con una entrega poco usual, lo despidió como se merecía. No vi en la gran mayoría de los que fueron al funeral apenas rastro de tristeza, sólo caras de agradecimiento, y me volví a casa con una tranquilidad de espíritu como no había sentido hacía tiempo, pensando que Don Ventura, al igual que nuestro fundador en su tumba, podría blandir un símbolo que a los scouts siempre acompaña: misión cumplida.
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