Clichés

Martin Amis fue un crítico excelente, con opiniones propias y siempre al margen de los rumbos consabidos

Además de un narrador extraordinario, de los mejores de una generación que en Gran Bretaña ha dado varios muy valiosos en las últimas décadas, Martin Amis fue un crítico excelente, con ideas propias y siempre al margen de los rumbos consabidos, a veces arbitrarias, como las de cualquiera, pero invariablemente sustentadas en lecturas de primera mano y defendidas con esa mezcla de brillantez e irreverencia que distingue también sus novelas. Como su íntimo Hitchens, coetáneo y compañero de viaje, no temió ir a contracorriente, antes bien parecía encantado –incluso a veces demasiado encantado– de cuestionar las opiniones generalmente aceptadas, argumentando sus predilecciones o sus desdenes sin temor a situarse en lugares incómodos. Se ha dicho muchas veces, pero es verdad que nunca abandonó, del mismo modo que su padre, el también escritor Kingsley Amis, las maneras de niño terrible o joven airado, aun cuando evolucionara –también– a posiciones muy alejadas de las antiguas filias. En el prólogo donde reunió algunos de sus escritos sobre literatura, muy significativamente titulado La guerra contra el cliché, decía Amis hijo haber desechado muchos textos de sus inicios –de la época en la que trabajaba, todavía veinteañero, para el prestigioso suplemento literario del Times– por “vehementes, arrogantes y afectadamente aburridos”. Y también que de un modo ideal se proponía enfrentar “no sólo los clichés de la pluma, sino los de la mente y los del corazón”, sumando al plano de la forma el de los contenidos, en el doble ámbito de los juicios y los sentimientos. Como su maestro Nabokov, al que dedicó páginas muy lúcidas, el discípulo gustaba de la contundencia, pero si atendemos sólo al gesto o la voluntad provocadora –y hay que conceder que Amis no rehuía la exposición pública, a la que por su precocidad y su éxito temprano estuvo sometido desde el comienzo de su trayectoria– corremos el riesgo de pasar por alto el rigor de sus argumentos y la profundidad de su mirada analítica. Basta leer esos escritos sobre literatura, donde no sólo se habla de literatura, o el resto de sus ensayos y también sus novelas, incluidas las memorias a las que confirió un estatuto híbrido, en parte ensayístico pero sobre todo narrativo, para apreciar la solidez de un criterio que juega a veces a esconderse o no sale del todo a la superficie. Disentir no es sinónimo de acierto, desde luego, y tanto él como Hitchens –especialmente Hitchens– defendieron causas cuando menos dudosas, pero aun desde la discrepancia merece ser celebrada la actitud, en este tiempo cada vez más encorsetado, de los que renuncian a chapotear en la charca de los estereotipos.

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