La columna

Pedro Sevilla Gómez

Cuerpos gloriosos

04 de septiembre 2009 - 01:00

SE va el verano, pero como sin duda han de volver otros, en los que a falta de asuntos de más enjundia se ha de reavivar la polémica sobre el nudismo en nuestras playas, quiero dejar aquí mi opinión al respecto: Creo que un cuerpo desnudo nunca ofende, ni provoca, ni molesta, aunque también creo que debe limitarse tan natural atuendo a determinadas zonas de sol y playa. Todo tiene o debe estar regido por la sensatez, y de la misma manera que me parece ridículo asistir a la procesión del Corpus -por mentar un evento donde hace calor- en cueros vivos, también me lo parece obligar a la gente a taparse las vergüenzas -¿qué vergüenzas?- en ciertas playas de nuestros litorales.

Un cuerpo desnudo nunca ofende. Ni miente. El cuerpo nos habla de sí mismo, nos cuenta su vida y, a mí al menos, me reconcilia con la humanidad, siempre tan emboscada y encobijada de trajes y mentiras. Hace un par de años Josefa y yo estuvimos en Fuerteventura. Cinco días en una playa donde convivían, en total desnudez, cuerpos adolescentes y cuerpos ancianos. Muchachas de enhiestos pezones, caballeros de culos caídos y arrugados, torsos retorcidos que me recordaban a los amados olivos de mi infancia, también viejos y venerables, convivían sin escándalo bajo el sol suave, sin ofensa bajo la luna ardiente. Saqué algunas conclusiones: la belleza, esa convulsa y heridora gracia que nos saca del tiempo, pero que acaba muriendo con el tiempo, es un vestido que cubre al verdadero cuerpo, que lo cobija y no nos deja ver su verdad. Una adolescente desnuda, y cuántas me hirieron en aquellos días de Fuerteventura, será siempre una ilusión óptica, porque su belleza nos impedirá ver su cuerpo, su verdad, el ser humano que envuelve. Sin embargo los viejos eran verdad. Ya huida la belleza, quedaba la verdad. Y la verdad era un hombre o una mujer, un individuo irrepetible que paseaba por la playa su sagrada animalidad, su grávido y glorioso cuerpo.

Por la noche la gente se vestía para ir al restaurante y ya cada uno era una historia, una nacionalidad, un mundo distinto. Pero en la playa sólo éramos seres humanos. Y qué dignos e inofensivos todos.

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