Confabulario
Manuel Gregorio González
Lotería y nacimientos
Hoy los cristianos conmemoramos el nacimiento en cuerpo humano de El que Es, El que Será y El que Ha Sido, El que Existe por Sí Mismo, El Nombre, El Señor, El Todopoderoso, el Dios único cuyo nombre no debe pronunciarse por respeto, como mandan antiguas tradiciones que se remontan a Amós, al Levítico o a la Mishná Sanedrín, donde se dice que no podrá participar del mundo por venir, en el que “los justos disfrutan del resplandor divino”, quien “pronuncie el Nombre como está escrito”. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob nace en cuerpo humano. Un maravilloso, incomprensible disparate. Una locura. Algo que solo se puede permitir Aquel cuyo poder no conoce límites. O, mejor, cuyo amor no conoce límites.
Lo aceptamos, los cristianos, por absoluta confianza en esa persona llamada Jesús Nazareno. Nadie, que yo sepa, ha expresado mejor y con mayor sencillez este milagro que Dietrich Bonhoeffer y Xavier Zubiri. Escribió el primero que “ya no se trata de preguntar por el qué del sentido, sino por el quién, que es Jesucristo, el sentido encarnado”. Y escribió Zubiri que “Cristo no reveló a Dios diciendo lo que Dios era, sino de una manera más modesta y más radical. No reveló a Dios diciéndolo, sino siéndolo”.
Ninguna imagen del arte occidental lo ha representado de forma más poderosa y conmovedora que la que amanece hoy revestida del resplandor epifánico de su túnica del alfa y la omega. A sus pies, el pesebre. En sus manos, la cruz. En sus ojos, el abrazo de Dios. ¿Saben por qué es el Señor de Sevilla, por qué nunca faltan devotos en su Basílica, por qué preside tantos hogares? Vuelvo a citar a Bonhoeffer: porque es la imagen del Dios que “ama lo que está perdido, lo que nadie considera, lo insignificante, lo marginado, débil y abatido”; porque “ahí donde los hombres dicen perdido, Él dice salvado; donde los hombres dicen no, dice sí; donde los hombres desvían con indiferencia o menosprecio la mirada, Él posa la suya llena de un amor ardiente incomparable; donde nos sentimos más lejos que nunca de Dios, ahí quiere irrumpir en nuestras vidas, nos quiere hacer sentir su proximidad, para que comprendamos el milagro de su amor, de su cercanía y de su gracia”. Estas palabras, en Sevilla, tienen rostro, nombre y un lugar en el que encontrarnos con Él.
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