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Ingeniar estrategias, por muy peregrinas que resulten, para sobrevivir es la cualidad de los seres vivos. De cualquier ser vivo, hasta de los microscópicos o de esos pequeñitos que, los no duchos en la materia, ni siquiera consideran seres porque no tienen ojos con los que mirarnos, ni boca para reprocharnos. La ignorancia es esa cualidad que más allá de procurar el desconocimiento, hace que miremos el mundo de acuerdo con el nivel de analfabetismo que nos define, o lo que es peor, que veamos el mundo como nos conviene verlo, con una miopía degenerativa que nos impide ser conscientes del futuro que nuestro presente propicia: la devastación. Un árbol es un ser vivo, pero no muere, se seca, y si no muere, no vive, simplemente está verde hoy, mañana no. Al menos es lo que deben pensar no sólo los que meten fuego al monte, sino los que forman parte de la cadena del incendio, desde el pirómano pasando por las autoridades locales, autonómicas y estatales. Todos culpables de desidia. Pero el responsable siempre es otro, la locura del pirómano, el error del negligente, el cambio climático, convertido según conveniencia en ajeno a nosotros. En esa balanza de responsabilidades la inclinación debe caer como un peso muerto del lado de las autoridades, pues son ellas las que poseen el conocimiento sobre la ignorancia o la locura del ejecutor. No hay más que recorrer los montes y comprobar cómo la mala hierba se come las carreteras secundarias. No hay más que ojear el plan Infoca, al acceso de todos, y darse una vuelta por los alrededores, por nuestros pequeños paraísos, pongamos el paraje de Cumbres Verdes, y constatar que no se cumple ni uno de los puntos que se recogen en él. En los cortafuegos, alfombrados por la hojarasca, los árboles se saludan por las copas, árboles que se asoman y espían las viviendas, ilegalmente próximos, volcados sobre las tapias de los vecinos que los miran con pavor. Cumbres Verdes es una gran ratonera en caso de incendio, sin posibilidad de fuga, sin salida. El fuego es un cruento ser vivo que una vez liberado ingenia cualquier estrategia para sobrevivir, genera espeluznantes tormentas con ciclones y nubes de lluvia incandescente contra la que debe luchar un diminuto ser envuelto en un ridículo traje. Liliputienses contra un Gulliver insomne que no se deja domar. Desde los despachos hacen caso omiso al miedo de los vecinos, los mismos, políticos al fin, que de haber una desgracia recorrerían la zona compungidos, posarían ante las cámaras con sus rostros apesadumbrados, prometerían contundentes buscar a los responsables y a otra cosa mariposa... ¡Ah, no! Mariposa, ya no.
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