Advertía Pascal que la principal enfermedad del hombre es la curiosidad inquieta de lo que no se puede conocer. No ha sido, desde luego, el único pensador que nos avisó sobre el mal entendimiento de un instinto que, por otra parte, parece derivar de nuestra condición misma. El deseo de saber nos define desde la cuna. Pertenecemos a una especie expansiva que busca y averigua, que intenta siempre resolver cuantos interrogantes le encandilan.

Esa actitud, inevitable en el estricto significado del término, no merece, en principio, censura. Cabe afirmar, incluso, que a ella se deben nuestros progresos, que constituye el combustible mismo que mueve la historia. La educación de nuestros hijos, la constante mejora de nuestra calidad de vida, el mutuo conocimiento que nos enriquece o la información que otorga verdadero sentido a nuestra libertad, son consecuencias directas y benéficas de aquel impulso. Tan consustancial nos es que, cuando falta, intuimos un desarreglo grave en el cuerpo o en el espíritu. No interesarse por nada resulta, así, una conducta insólita que sólo se explica porque algo dejó de funcionar en nuestro interior.

Pero, aceptando su obvia utilidad, no es posible ignorar que, convertida en pasión inmoderada, carente de cualquier límite, arriesga el sosiego personal y la paz común. Tal conclusión es igualmente válida en las pequeñas cosas y en los grandes desafíos científicos. Hay un punto en que torna sus ventajas en desastres, en el que, sin importarle la intangibilidad de lo que alumbra, no nos anima, sino que nos arrastra.

Eso que se denomina la "curiosidad malsana", para asombro general, avanza hoy en ambos extremos. Nunca como ahora nos atrajo tanto la peripecia del prójimo, la revelación de sus secretos. De idéntico modo, nunca fue mayor nuestro deseo de experimentar, de transgredir, de transitar caminos extraños y nuevos. En el ámbito de lo público y de lo privado la regla empieza a ser que no hay reglas, con los catastróficos efectos que el lector fácilmente apreciará.

No todo lo que está a nuestro alcance ha de tomarse. Urge acompasar el crecimiento tecnológico y el moral, establecer las fronteras infranqueables que protejan nuestra dignidad, separar claramente lo humano de lo inhumano. Porque la ética no es divertimento de filósofos ni obsesión de predicadores, sino la garantía última, frente a tantas curiosidades desbocadas, de nuestros derechos individuales y colectivos.

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