Manuel Romero Bejarano

Diego de Bracamonte, saludador

28 de septiembre 2008 - 01:00

A Paco Castro, que tendría el honor de ser el vecino de Diego de Bracamonte si éste volviera.

Hubo un tiempo en que la medicina era una disciplina extraña a la mayor parte de los jerezanos. Los galenos eran escasos y sus servicios sólo podían pagarlos los ricos. Incluso hubo momentos en que no ejercía ningún doctor en nuestra ciudad. En vista de tan negro panorama la gente tenía que buscar terapias alternativas. La solución más fácil y más barata era encomendarse a un santo, buscando en el Cielo lo que la tierra negaba. Así, estuvo muy extendida la devoción a Santa Apolonia (abogada de los que padecían dolores de muelas), la de Santa Lucía (para los enfermos de la vista) o la de San Roque, a quienes rezaban los que no querían contraer la peste. No obstante, existió en otra época algo que podríamos denominar atención primaria, que prestaban barberos y saludadores. Los primeros se dedicaban a las intervenciones quirúrgicas de poca importancia, como podían ser la extracción de una muela o una sangría, que pese a lo que ustedes piensan no es esa mezcla bizarra de licores y tintorro que les dan a los extranjeros en los chiringuitos, sino sacar sangre a los enfermos con fines terapéuticos. Los saludadores serían aquellos que mezclando hierbas y haciendo conjuros sanaban enfermedades, resultando el equivalente a los actuales curanderos.

Hoy vamos a contar la historia de Diego de Bracamonte, el saludador más famoso que hubiera nunca en Jerez. Nadie supo nunca a ciencia cierta de dónde llegó este señor. Se decía que era morisco de las Alpujarras, que cuando era bebé le encontraron en un glaciar de los Pirineos, que nació en Constantinopla en el palacio Topkapi, que vino de Las Indias siendo muy pequeño y que era un caradura de Chiclana que se las daba de encantador. O sea, que nadie sabía nada. El caso es que en 1589 don Diego se presentó en Jerez y pidió permiso al Ayuntamiento para establecerse en la población como saludador. Pese a que de entrada el Consistorio receló de sus métodos, le concedió la licencia en vista de que la asistencia sanitaria local era un churro.

En un principio nuestro bizarro amigo se estableció en una pequeña choza en el campo, en las inmediaciones de lo que hoy sería el Mamelón. Era un verdadero experto en enfermedades cutáneas y la población acudía en masa a su ranchito. Fabricaba pócimas y emplastos con hierbas del campo, frutas podridas y ciertas partes de animales, que sus pacientes ingerían sin rechistar. Después les recitaba unos versos y llegaba el milagro. Los juanetes desaparecían, las verrugas se caían, acababa la sarna y la lepra se iba para nunca volver.

La choza de Diego era un hervidero. Le traían regalos a porfía, dinero a manos llenas. Poco a poco se fue haciendo famoso y realizó una nueva petición al Municipio: quería que le cediesen la parte superior del torreón de la Porvera (el que está en la esquina de la Chancillería) para montar allí su consulta. Su fama hizo que los caballeros veinticuatro accediesen y allí quedó instalado el Centro Médico Bracamonte. Fueron días de gloria. Era un ídolo para los jerezanos. Las monjas de clausura (a las que curaba en la distancia) le regalaban dulces y confites, las mejores prostitutas le ofrecían su cuerpo, los músicos venían a tañer la vihuela gratis para este héroe local, los niños de mayores no querían dedicarse a los torneos de cañas y lanzas ni alistarse en un tercio de Flandes, querían ser saludadores. Cuántas fiestas presenció el viejo torreón de la Porvera, cuánto vino y cuánto cachondeo.

Poco dura la alegría en la casa del pobre…

Una noche apareció en el torreón una extraña dama con el rostro oculto. Le pidió que le acompañase. El saludador no pudo decir que no, aquella mujer lloraba y suplicaba. Por las calles más estrechas y oscuras se dirigieron al palacio del corregidor, en lo que hoy es la plaza Monti. Cuando entraron, la misteriosa dueña se descubrió. Para asombro de Diego, era la corregidora. Don Jerónimo Balther Zapata (que así se llamaba el corregidor) y ella tenían una hija que se casaba en dos días con un hijo del Duque de Arcos. El enlace estaba cogido con alfileres, ya que al muchacho no le gustaba la novia, no muy agraciada. Para colmo de males le había salido un orzuelo como un garbanzo a la chiquilla y los médicos lo habían dado por imposible. El de Bracamonte recitó un conjuro

Del cielo cayó una breva

y te cayó en el ombligo…

se remangó e hizo un potingue con hierba luisa, canela y limón, empapó unas compresas y se las puso en el ojo a la corregidorcita, con la recomendación de que no se las quitase hasta que no faltasen seis horas para la boda.

¡Esto es una vergüenza, por favor. No se puede casar, la niña no se puede casar!

Cuando se quitó el apósito el ojo parecía una breca y cuando la vio el novio cogió su caballo y no paró hasta Marchena. La furia de los corregidores cayó sobre Diego de Bracamonte, que fue acusado de brujería ante la Inquisición. El proceso fue largo y lleno de infamias. Se dijo que para hacer sus bebitrajos utilizaba sangre de niños, que había matado a quinientas personas por puro placer, que tenía trato carnal con el demonio y que había profanado en varias ocasiones la Sagrada Forma. Fue torturado y condenado a perecer en la hoguera por sus fechorías. Ya estaban montando el cadalso en la plaza del Arenal, cuando un guardia de la inquisición (simulando una fuga) liberó a Diego: hacía años había salvado a su hijo pequeño de una muerte segura.

Durante el Auto de Fe el escándalo fue menudo al ver que no aparecía el reo. La corregidora se puso a gritar como una loca y el corregidor desenvainó la espada para matar a todos los guardias del Santo Oficio, aunque lo pararon a tiempo. Tuvieron que conformarse con quemar en efigie a Diego de Bracamonte, es decir, que hicieron un muñeco similar a la Bruja Piti y le dieron candela.

Nadie sabe qué pasó con nuestro héroe. Cuentan que marchó al norte de Europa, buscando en los protestantes la tolerancia que no encontró en España, y que murió en Holanda quemado por nigromante. Los jerezanos durante décadas pensaron que aún seguía vivo, como si fuese el conde de Saint-Simon, y que volvería a curarlos a todos. De hecho se conservan testimonios de 1720 en que se afirmaba que Bracamonte aún vivía y que estaba a punto de regresar repartiendo emplastos a cascoporro.

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