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Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Dios y nosotros

Es una larga y vieja relación, no recuerdo nada antes de que comenzase…

Andamos, parece, casi siempre a la gresca, sin embargo, los que nos sentamos en esa mesa de diálogo, nunca hemos dejado de estar en ella. Cierto es que, a veces, tan distantes que se nos olvidó cual, entre las presentes y las ausentes, era nuestra silla... pero, creo, nunca dejamos de tener, al menos, una sombra... puede, sí, que fugaz, pero tangible, lo suficiente, como para no haber llegado a olvidar que allí, siempre, hay una mesa; que, casi con seguridad, habrá alguien sentado en una de las sillas, puede que esperándonos... ¡Ese lugar, tan lejano o tan íntimo, por el que hemos suspirado y del que hemos renegado…!

Es, la nuestra, una relación marcada por una desigualdad, permanente e insistente, que, con bastante probabilidad, hoy sería considerada “quasi” delictiva: la reclamamos... en busca de una seguridad perdida, rogamos por ella... como el apoyo que la realidad nos niega, la exigimos como remedio último... ya que se nos negó el remedio, la extrañamos ... cuándo pensamos que nos falta todo ¿Corresponder…?, esa, es otra historia; una de las muchas humanas historias en las que los protagonistas -nosotros- siempre nos las apañamos para obsequiarnos con un algo de razón, la necesaria para no considerarnos lo que muchas de las veces somos.

Y… la vida, como la nave inolvidable de Fellini… ¡va! Se va, sí, la vida. Se va la que no hemos llegado a vivir, es lo imperdonable; no la que no hayamos podido alcanzar, no está en nuestra mano poner hora a la “recogida” de la hermandad en la que, con júbilo, prestamos estación de penitencia terrenal; se va la que hemos dejado, sin tener por qué hacerlo, de vivir. Buscaremos y, con seguridad, encontraremos excusa para lo inexcusable: nuestra humana flaqueza reclama un escape a la indignidad -más, cuándo deviene a causa de lo estúpido-, pero no hallaremos razonado perdón capaz de dar consuelo a quien perdió, sin tener que hacerlo, lo que tuvo, sabiendo que no volverá, nunca.

Lo llamamos; si pensamos que no responde, Le gritamos, hasta Se lo exigimos…: servicio de “atención al cliente” veinticuatro horas, de lunes a domingo, los trescientos sesenta y cinco días del año. Pero sólo convivimos con la idea de una prestación unilateral: Él es quien es, nosotros… apenas unas “pobres criaturas…” Pero no, ni siquiera en este “trato” entre Él y nosotros, las cosas funcionan así: da igual que Uno se siente a la mesa ya con los cuatro ases en la mano, y otros las tengamos todas por venir, no es esa la cuestión, que no es otra que coherencia y, si no generosidad, al menos, en la parte que toca, reciprocidad.

Es como una partida de ajedrez, sí, eso: una partida en el que se nos brinda la oportunidad de sentarnos ante un tablero al que sólo cada uno de nosotros tendrá opción de acceder, se nos proporcionan fichas con las que participar en el único juego que de verdad importa -las blancas tienen Dueño, las nuestras serán, siempre, negras-, un juego en el que no podremos dar jaque al Rey, jamás, pero no por eso desvirtuado. Hay que mover ficha, y hacerlo con sensatez, al menos con una mínima intervención de la cordura: cada movimiento tendrá sus consecuencias y estas marcarán el desenlace de la partida. Hemos de proteger a nuestro rey porque, aunque no podamos dar jaque mate, si podemos evitar que nos lo den, hemos de conseguir “tablas”, está previsto en el guion.

Nos queremos demasiado. Esto está bien, ¡claro!, es más: pienso que es necesario hacerlo, pero no hasta el punto de consentirnos lo que no permitimos a los demás; alabar, si nos es propio, lo que condenamos cuando es ajeno; o perdonarnos lo que seríamos incapaces de indultar al prójimo; esto no es bien quererse, es malcriarse, adulterarse, engañarse y equivocarse, es hacer un movimiento equivocado, que deja desguarnecido un flanco importante, y vulnerable al rey.

Si nos acordamos de santa Bárbara, sólo, cuando truena; “echamos mano” de esa relación, casi siempre postergada u olvidada, con Él, tan sólo al llegar a sabernos, o al menos a sentirnos, indefensos o incapaces, o acumular ambas sensaciones de una vez ¿Relación?, no puede haber relación sin participación… de todas las partes -valga la redundancia- implicadas en ella. Buscamos y damos validez a excusas, si de nosotros se trata, que ni siquiera consideraríamos para otros.

Vida adelante, rara será la vez en la que, al no encontrar la respuesta que esperamos o la que creemos necesitar, hagamos, al menos, un sutil examen de conciencia, a ser posible llevado a cabo con un poco, aunque sólo fuese un poco, de objetividad. Por el contrario, seguiremos, con empeño asombroso y pertinaz, cualquier rastro que nos conduzca a dar con un “culpable”, situado, eso sí, fuera de nuestra personal e íntima conciencia. Nos perdonamos en demasía... sí.

No deberíamos esperar a quien no quisimos aguardar, no podemos exigir a quien hemos ignorado, ni tendríamos que pedir a quien no dimos; la coherencia no se puede aplicar en un solo sentido, ha de estar presente, siempre, en ambos, de lo contrario no se trata de coherencia.

Alguien dijo, y le doy la razón, que Dios -cada quien lo considere a su manera- está exactamente en el lugar en el que lo hemos colocado.

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