Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
ERA Septiembre, bien entrada la tarde de un día calenturiento al que todavía le quedaba alguna hora de luz. Estaba yo tan tranquila sentada en el jardín, metida en mi mundo, cuando de pronto, los árboles, todos a una, irrumpieron en un fervoroso aplauso.
Fue sólo el viento, claro está, una ventolera que se levantó de pronto, pero parecía enteramente como si los árboles estuvieran aplaudiendo con frenesí.
Aquella ovación vegetal no fue en absoluto ruidosa. Nada del estruendo que suele acompañar al triunfo. Sonó más bien como el crujir sostenido de una montaña de papeles de seda, un crepitar intenso y a la vez discreto. Pero para mí, inmóvil allí, pasmada, fue un aplauso en toda regla.
Los árboles rodean el jardín formando una muralla, un seto alto y desordenado delante del cual se extiende el césped. Siempre han estado donde uno les espera y nunca me habían parecido otra cosa que lo que son: una masa arbórea de diferentes tonalidades de verde, texturas y volúmenes. Pero aquella tarde, cuanto más soplaba el viento, más me parecía que el jardín se había convertido en un auditorio. Un auditorio donde los árboles eran los espectadores de primera fila de un patio de butacas, y el césped un anfiteatro enmoquetado en verde. Total, un escenario donde el público, súbitamente emocionado, se había levantado en una aclamación unánime y rendida.
El Algarrobo aplaudía con palmas sordas y un tanto graves, como arremolinadas, que parecían surgir de las profundidades de sus ramas escondidas. La Jacaranda con manos desfallecidas, hojas mecidas, dejándose llevar por un ritmo in crescendo. El Pino Canario, descompasado por su mayor altura, hacía un redoble. Y la Palmera Gorda, tomándose con filosofía aquel bamboleo de palmas en que se había convertido, trataba de no perderse, marcando un compás de cada dos. Todo lo contrario de la Mimosa que, tierna y alocada aún, aplaudía con tan excitado entusiasmo, que su palmoteo le hizo perder bastante hojas.
Fue sólo el viento, vale, una levantera que empezó de pronto. Pero aquel frondoso aplauso me dejó perpleja. Indiscutiblemente era una ovación en toda regla, pero… ¿a quién? Miré a mi alrededor, no había nadie. No pude evitar dejarme arrastrar por cierta euforia. Si no había nadie, aquel aplauso tenía que estar destinado a mí. La mar de contenta, seguí escuchando y observando. Diría que escuché nítidamente a los árboles decir: -Bien hecho. Bien hecho. Bien hecho.
Sería el levante, de acuerdo, un golpe racheado. Pero desde aquel día me quedó el convencimiento de que los árboles deciden aplaudir de motu propio.
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