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España es un país tan multicolor que perfectamente una persona que esté viajada y ya bien jubilada podría marcharse al "barrio de los calladitos" -mia mamma dixit- sin haber pisado ni tres cuartas partes de sus provincias. Quien suscribe, sin ir más lejos -más lejos que la otra punta de la piel de toro-, pisó Galicia por primera vez hace una docena de años, y tal ha sido el amor a primera vista -vista présbita-, que no ha habido un año en que no vuelva desde que estos pies cruzaron Lugo desde Asturias, y ya hasta Santiago. Tortilla de patatas y bivalvos aparte, Galicia es tan esquivamente enorme que ha dado figuras artísticas como Pardo Bazán, Cunqueiro, Cela, Rosalía o Valle-Inclán. Pero también dio patria chica a Franco, el dictador menos escandaloso y más sibilino de la historia, y uno de los más perennes. Y a Amancio Ortega, un hombre hecho a sí mismo, inexplicablemente criticado por algunos, si no es por envidia; una especie de tío carnal pero lejano, que si te lo cruzas no reconoces, y que ha obrado el milagro, entre otros, de hacer que se pueda vestir con cierto gusto y por un precio razonable hasta la percha más intratable. Discretos todos... o casi: preguntaremos al columnista Manuel Gregorio González si Cunqueiro cabe en este adjetivo. Gallegos todos, eso sí.
Como Rajoy. Más de Pontevedra, imposible: "A veces, la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, y esa es también una decisión", dijo cuando parecía inevitable el rescate exterior, 2013. No le fue mal. Bueno, le fue de gallegas maneras: es el político de mayor peso de nuestra democracia por importancia de cargos, trayectoria y longevidad. Quien se retira de una rueda de prensa "porque estoy un poquillo cansao" merece un respeto, y una mariscada en O Grove, a riguroso escote. Ahora, un sucesor, Feijóo, parece recuperar crédito -a pesar de ciertas amistades-, después de haber metido varios patones económicos de concepto, apostaría a que mal asesorado. Porque desbocado, él, no es: apuesto doble contra sencillo. Gastó parte de la aceptación general de la que gozaba; fue recibido como un buen candidato de la derecha moderada, con marchamo de gestor político también bueno; comedido, nada fantasma ni bronquista, pragmático, campechanamente enigmático... gallego. En estos últimos meses, algún rasputín de cabecera lo debe de haber metido en vereda: "Vamos a ganar las elecciones, presidente, vota algo con el PSOE, márcate tu propio sí es sí, pero en estadista, de hombre de miras altas y largas; dueño de tus silencios, esclavo de tus palabras. Gallego, carallo".
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