Aestas alturas, todo el mundo sabe quién es Pablo Iglesias. Yo confieso que me he pasado años sobrevalorándolo. No quiero decir que jamás lo tuviese en ningún pedestal, sino que, a partir de ahora, haga lo que haga, para mí no podrá caer más bajo. Él se ha empeñado en ponerse en ese lugar. Hubo quien lo caló con el chalet de lujo, con la tarjeta SIM de Dina Bousselham, con la defenestración de Tania Sánchez, etc. Yo, que venía sospechando, no me he dado plena cuenta de su catadura moral hasta este último episodio de sus dos empleados de seguridad detenidos por violencia a la Policía en el acto de Vallecas donde apedrearon a Vox.

¿Cabe la posibilidad de que dos empleados de su círculo de seguridad fuesen en sus horas libres, sin que él diese la orden o, al menos, un permiso, a reventar el acto (y las cabezas, si les hubiesen dejado) de los policías y los miembros de un partido de la oposición? Pongamos que cabe, por guardar nosotros la presunción de inocencia hasta sus límites extremos y más allá.

Pero lo que no cabe es que, tras la detención, Iglesias no estuviese inmediata y perfectamente enterado de lo ocurrido. Y entonces, ¿qué hace? Pues ni condena los actos ni hace un llamamiento a la calma ni abre expediente a sus empleados ni nada de nada. Se hace el mártir por un extrañísimo sobre con balas que se ha saltado oportunamente todos los controles de seguridad. Todavía más, hace todo lo posible para que cunda la sospecha de que Vox está detrás de esos envíos. Con la inestimable colaboración del ministro del Interior, nada menos, de la directora general de la Guardia Civil, de la ministra Reyes Montoro y hasta del presidente Sánchez, que se puso a hablar de líneas rojas… para Vox.

No contento aún, Iglesias se permite, en un programa de radio, exigir que se echase de allí a Rocío Monasterio y luego ofenderse muchísimo porque ésta, tras condenar todo tipo de violencia, la de los misteriosos sobres y las del apedreamiento evidente a Vox, le invitase a hacer lo mismo. Ante esa posibilidad se levantó escandalizado y se fue. Sabiendo todo el rato que dos hombres de su partido y de su confianza habían sido detenidos con las manos en la masa reventando el acto de Vox con extrema violencia. No sé si el cinismo o la doblez pueden llevarse más allá. En lo cuantitativo, sí, me temo, hasta la total degeneración de nuestra democracia. Pero en lo cualitativo, es imposible.

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