La columna

Bernardo Palomo

Una de Ikea

13 de julio 2011 - 08:02

El otro día, por esas causas absurdas del destino, me llevaron a Ikea, un lugar al que yo creía, por convencimiento, que no iba a pisar jamás. Mis actividades lúdicas en torno al bricolage son conocidas por su inexistencia. Hace muchos años, montando un Romi, por poco me electrocuto, me rompo una pierna y mi matrimonio se va a pique. Desde entonces tales pasatiempos están muy ajenos a mi existencia. Es más, a 'leroimerlín' sólo he ido una vez a comprar puntillas y por poco, todavía, estoy perdido buscando las puntillas del número adecuado -yo no tenía idea de que las puntillas llevasen número como las camisetas de los futbolistas-. Por eso, una vez dentro de aquella inmensidad, me di cuenta de la cantidad de cosas, más o menos inútiles, que existen para casi todo. Cuando llevaba allí diez minutos, la tensión se me estaba poniendo por las nubes, los latidos del corazón se oían en las naves del Decathlon y la ansiedad haciéndome sudar más que un día de levante a las tres en Valdelagrana; quise darme la vuelta y buscar la salida, pero alguien me dijo que debía seguir una flechas que habían en el suelo y que yo, como comprenderán, no había visto. Harto de ver montañas de cojines, de perchas, de cacerolas, de cajas, de recipientes para meter bolsas de basura -su inventor estuvo nominado al Nóbel- y de todo tipo de… me di cuenta de que había lapicitos y metros de papel. Fue mi salvación, terapia sueca: hacer y deshacer rollitos con los metros. Santa medicina. También cogí un montoncito de lápices -no muchos, por aquello del respeto a lo que era de balde-, descubrí que había un bar y pedí una cerveza en la creencia de que fuera sueca y, por aquello, de compararla con la Cruzcampo. ¡Chasco absoluto, era San Miguel!

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