Este Diario ya se hizo eco en su momento, pero me apetece hoy subrayar la celebración en nuestra ciudad de las Jornadas de Estudio sobre la figura del guitarrista jerezano Javier Molina (1968-1956), que tuvieron lugar el pasado fin de semana con motivo del 150 aniversario de su nacimiento. Son estos, actos de una repercusión muy limitada, y nunca está de más contribuir a su amplificación. Por otra parte, imagino que el porcentaje de ciudadanía que conoce la existencia de este paisano nuestro debe de ser muy reducido, y mucho menor será el que conozca su trascendencia en el desarrollo y consolidación de la guitarra flamenca. Afortunadamente, una placa de mármol -algo deteriorada, aunque menos que hace unos años- lo recuerda en su casa natal de la calle de la Merced, número 28. Fue colocada allí pocos años después de su fallecimiento a instancias del grupo que constituiría la Cátedra de Flamencología. Pero, después de ello, poco más se ha hecho por su memoria. Los aficionados a la guitarra siempre han tenido noticia de él, al menos como maestro de Manuel Morao, pero su estela es mucho más profunda. Personalmente, ya el pasado año, pude acceder de forma más exhaustiva a la figura de Molina gracias al estudio sobre la escuela jerezana de guitarra del profesor Marcelo Gálvez. Las sesiones de estas jornadas, organizadas por el Aula de Arte Flamenco de la Universidad de Cádiz, que coordina José María Castaño, han contribuido, quizás de la forma más efectiva que se haya hecho nunca, a situar la obra del jerezano. Más allá de su prolija y brillante carrera artística, la obra de Javier Molina es «piedra angular de la guitarra flamenca», como afirmó el profesor Francisco Escobar, que resaltó su función de «mediador, transmisor y modulador del canon andaluz» del instrumento. Y muchas más cosas, pero quede este pequeño apunte para que se sepa.

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