Jerez Íntimo

Marco A. Velo

El escaparate de la otra perfumería de la calle Medina

Toda calle que se precie es una metáfora de mujer. Toda calle es la encarnación en femenino singular de una personalidad e incluso de una anatomía, de un cuerpo silueteado por la orografía del suelo y por las curvas verticales de sus hechuras arquitectónicas. Hay calles abuelas, calles amantes, calles niñas, calles hijas, calles madres… En cada calle de nuestra ciudad existe el imaginario huecograbado de una jerezana que apenas acertamos a visualizar.

La calle Medina, por ejemplo, es una señora mayor de alto abolengo y raigambre familiar que -cuerpo menudo y pelo cano- destila una educación inglesa muy refinada. Viste tan elegantemente como así pronuncia cada sílaba de sus costumbres fijas. Es una mujer de otra época que sin embargo jamás fue perpetrada por el discurso único de la novelería: esto es: nada ni nadie la apartó de su dominical misa de siete de la tarde.

La calle Medina es ahora noticia permanente por bruscos alunizajes: lo que traducido resulta: que empotran un coche de madrugada contra el escaparate de la perfumería ‘Aromas’ en la misma calle Medina. Una y otra vez. La han tomado con este comercio: la última vez hace apenas veinticuatro horas. Yo prefiero metaforizar el hecho. Para empotrar la memoria en el escaparate de otra perfumería: la que expande la nostalgia de esta calle que rezuma jerezanía. Sí, no empotremos coches en espacios ajenos pero sí asomémonos al escaparate de la perfumería de la remembranza. Esa que nos resitúa de nuevo, desde la esquina de la calle Arcos, ante La Moderna, la confitería ‘La Jerezana’ de los Perea, la farmacia de Muñoz-Pan donde Luis Mateos repartía túnicas de la Hermandad de Loreto, Muebles Ragel y sus tres plantas, la papelería Hispania en la esquina de la calle Fontana, el depósito de juguetes, la barbería de Paco -que luego fue confitería-, el bar Torito -con sus bocadillos de chorizo al grill y sus copitas de fino Mackenzies entre amigotes leales-, Ajuria, la tienda de aparatos agrícolas en la esquina con la Arboledilla y de allí hasta Los Descalzos varias casas señoriales como la de Mora, Pravia o el médico don Marcial. Por cierto formaba parte de esta calle la plazoletilla llamada del Cristo, justamente entre la Arboledilla y calle Prieta (llevaba dicho nombre por elevarse en una ventana de la casa número 29 una imagen de Jesús Crucificado de singularísima veneración).

Y observamos ahora, como en una moviola un tanto cascada, el viejo taller de bicicletas de la calle Medina 19, de Manuel Badillo, que arreglaba los pinchazos de las bicis Orbea que traían los Reyes Magos. Bicicletas grandotas de domingos en el Parque González Hontoria o de patios de casa de la abuela con sus macetas intocables de obligado regate ciclista. La Alcazaba, sí, y su yesería de estilo neonazarí. Calle Medina de entonces, donde los verbos irregulares brincaban como niños en amaneceres de Epifanía. Calle Medina de primera hora la tarde, cuando los relojes antiguos marcaban el instante del té, y los balcones abiertos simulaban abanicos de aire que bailaban el minué de toda cortesía vecinal.

Y en la otra acera, desde Villamarta, la tienda de Quicar, el bar Maxi -¡aquellas tapas de hígado aliñado!-, tintorería Pina, el caserón del dentista, el bar Jerez de tertulias de mediodía, el almacén de Paco, el Hostal y, sucesivamente, todas las nuevas edificaciones hasta llegar a la calle Santísima Trinidad. Y, en su punto y seguido hasta Madre de Dios, la zona conocida como El Ejido con profusión de bodegas y, sin perder el compás, la llamada Estación de Pequeña Velocidad. Recorrer la calle Medina, hoy, no es transitar ese cabizbajo camino de vuelta de un sepelio. Esta exquisita señora mayor ha sabido mantenerse en su generación social. A la calle Medina aún no hay que dedicarle ninguna necrológica. Por más que conductores suicidas pretendan hacer trizas los escaparates del mejor de sus aromas.

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