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De Jerez, Monforte, tarrinas de helado y Drácula al acecho

Helado negro cola como la capa del conde, rojo fresa como la sangre que chupa y vainilla como la palidez de su tez.
Helado negro cola como la capa del conde, rojo fresa como la sangre que chupa y vainilla como la palidez de su tez.

Jerez, 25 de agosto 2023 - 02:02

Me encantó -quiero decir: me dejó buen sabor de boca- el artículo que en este mismo papel prensa publicara antier el amigo -que lo es de años: desde el minuto cero hicimos buenas migas- y compañero Pepe Monforte. Los escritos periodísticos de Monforte son de pan mojar. Dan de comer al conocimiento en la certeza de una digestión sin modorra. Cuanto este ocurrente y sagaz crítico gastronómico escribe -y lo hace cada dos por tres- siempre cuece los textos salpimentados con la necesaria cantidad de su sabiduría en la materia. Cada palabra parece provenir de un delantal de chef a quien por otra parte jamás pillamos con las manos en la masa. Conoce todos los entresijos de cuanto se sirva a mesa y mantel. Si usted, querido lector, aún no ha disfrutado -como aperitivo cultural de elaboración de autor- alguna de las diversas charlas que Pepe Monforte imparte, verbigracia, sobre el ensaladillismo, entonces tiene vuecencia una asignatura pendiente. Catalóguese usted mismo como un comensal incompleto. No existe mayor tributo de alta cocina mezclada con la mayonesa del más fino humor a homenaje y honor de este manjar -la ensaladilla- que a tantos nos contenta el paladar, sobre todo -y sin ningún monólogo exculpatorio- a quienes nos consideramos ensaladilleros de gran categoría (por redondear la expresión con muletilla de Manolo Picón de Gracia). Y precisamente esto, gracia, es virtud que jamás anduvo lejos del don expresivo de Pepe, ni de su fluvial agudeza, tanto de pie ante el atril de las numerosas conferencias que protagoniza como sentado al teclado de su sabrosa coctelera de entregas periodísticas. En ambos géneros el menú resultante siempre es de rechupete para la respetable clientela que suele abarrotar el auditorio.

Hizo alusión el colega al helado de Tutti Frutti. Y enseguida me sentí identificado con los gustos impenitentes de su señora madre. No me avergüenza reconocer que formo parte del silente club de los forofos -¡al freír será el reír de nosotros: los minoritarios!- de dicho sabor. Entiéndase Tutti Frutti en sinonimia con la macedonia o ensalada de frutas y no con el juego tradicional -denominado a su vez stop- de Venezuela o Costa Rica, cuyas reglas meten en danza la velocidad del pensamiento, aguijonea la riqueza léxica y achucha la agilidad mental. Los asociados a la peña del Tutti Frutti jamás conocimos el suplicio de Tántalo, en tanto no rechazamos la ambrosía una vez sostenemos entre las manos el vaso de orondas propuestas tan pecosas de trocitos de fresas, cerezas, piñas, plátanos, uva y/o limón. Ni el sursum corda logrará arrebatarnos las cucharadas que iniciarán el juego del aro entre el helado -ya en primeras goteras de derretimiento- y nuestros labios -entonces la boca se hace agua y las gárgaras ecos autóctonos-. Siempre nos da la sensación que la heladería nos ha entregado el tarro de las esencias de todo el expositor. Por expresarlo en términos de puro castellano, en este instante nos reconvertimos de nuevo en “el niño de la bola”: por nuestra suerte gustativa y no, ¡válgame Dios!, por arrogarnos la semejanza del Niño Jesús portando la bola del universo mundo. Seremos minoría pero pronto advertimos los dientes largos en quienes nos observan de reojo.

Y es que el helado es una tentación que principia con un simple tanteo y finaliza con la repetición de la jugada de los sucesivos cuchareos sin paso atrás -como sucede con el ajo caliente o la sopa de tomate-. Además: la perdición nos llegó en forma de tarrina de un par de kilos que -¡cuán accesibles!- truncan nuestra voluntad -la del régimen alimenticio- desde las neveras de los supermercados. ¿Verdad que sí, amigo y hermano José Luis Jiménez García? Yo, de niño, conocí un precedente a las citadas tarrinas de las grandes superficies. Aludo a mi padre -¡qué acontecimiento aquel!- comprando tarrinas de helado artesanal, de kilo o medio kilo, en la heladería Soler. Tarrinas blancas de plástico con tapa transparente a las que hoy -tirando de la moviola de los recuerdos- habría que cantarles, con voz de Eros Ramazzotti: “¡Cosa más linda que tú!”.

He de sincerarme a tiro hecho. Aprovecho la ocasión para confesar -a ojos de Monforte- que he pecado. O bien, erre que erre, sigo haciéndolo desde chavea. Porque mi fidelidad al helado combinatorio de sabores cola, fresa y vainilla no quedó en las aguas de borrajas de la niñez. Sino que, hiperbólicamente, a punta de pala, aumenta al costadillo de la edad. Y más aún ahora que las heladerías han incluido dicha elección para servírtela no ya sólo en modelo polo de palo, como antaño, sino, ¡novedad!, en considerables proporciones. A tu gusto, a tu antojo. Como así sucede con la que este verano ha hecho furor y ha sido la sensación -heladería, me refiero- en nuestro Jerez: ‘Different’, a diario de bote en bote en su ubicación de Avenida Lola Flores. Venía diciendo mi devoción por la receta que combina el helado de cola, fresa y vainilla. Esto es: negro cola como la capa del conde, rojo fresa como la sangre que chupa y vainilla como la palidez de su tez. Sí: confieso mi predilección por un helado no novelero sino clásico -de toda la vida de Dios-: el Drácula. Y es que, sin gastar un servidor colmillos afilados ni frecuentar Transilvania, ¡su nombre qué bien me sabe!

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