Esta pandemia nos ha enseñado en días lo que hemos estado negando años. Al margen del inevitable ajuste de cuentas en lo político y de que estos días se evidencie con mayor acritud a las dos Españas, algo terminaremos aprendiendo de esta crisis. Ortega decía que en España lo que no haga el pueblo se queda sin hacer. El ejemplo de solidaridad, ingenio y creatividad que nos regalan cada día noticieros y redes sociales son emotivas, pero tienen fecha de caducidad. Haríamos bien en-mientras nos despellejamos a ver quién tiene más responsabilidad en la gestión de la crisis, de las que yo no tengo duda han de recaer en el Gobierno-, poner en marcha-hoy mejor que mañana-, algunas medidas: Recuperar la competencia de sanidad en un único mando nacional. Diecisiete autonomías sanitarias, cada una a su aire, deben acabar. La próxima oleada de este u otro virus, debe cogernos prevenidos en camas de UCI, respiradores y protecciones varias. Nuestro modelo productivo para combatir la pandemia debe flexibilizarse, dejando que la iniciativa privada aporte su ingenio, sin dejarlo todo al albur de lo público, y adaptar-sin las asfixiantes burocracias de la hemorragia legislativa patria-, todo lo necesario para no depender de China o dictaduras similares; dejarnos de plurinacionalidades e identidades diversas, el virus no entiende de hechos diferenciales; adelgazar nuestra estructura político-administrativa poniendo sus recursos al servicio del proyecto nacional- aunque a muchos les de alergia-, porque la nación es patrimonio común, y lo público- que también es lugar común- compatible con lo privado. En vez de eso, la última proposición de ley que ha registrado el Senado ha sido la de despenalizar las injurias a la Corona y los ultrajes a España. En río revuelto pescan los de siempre; intentarán no dejar escapar la ocasión.

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