Pilar Vera

pvera@diariodecadiz.com

Maelstrom

Según te aproximes, las Lofoten parecen el Muro del Norte pero, realmente, son un refugio idílico

Soltar kilómetros. En mi caso, el punto más lejano que he marcado en el mapa no lo es tanto. Más distancia hay con el Caribe . Mentalmente, sin embargo, parece un mundo: sobrepasar el Círculo Polar Ártico. Y sigue estando, al menos, fuera de lo cómodo, tan arriba como para que asumas con buen talante la concatenación de retrasos, algún vuelo perdido, las horas de espera. Qué menos, si puedes saludar al Maelstrom desde el barco.

Imagino que las islas Lofoten fueron el secreto mejor guardado de los afortunados vikingos que se toparon con ellas. Según te aproximes, son el Muro del Norte, una pared antipática que invita a darse la vuelta. Al otro lado, sin embargo, lo que encuentras es un refugio idílico: el archipiélago se come entera la Corriente del Golfo; no hay otro lugar a esa latitud con temperaturas tan suaves. Los afortunados vikingos se toparon también con un importante banco de bacalao, y desde entonces proceden, con disciplina encomiable, a apestar el ambiente.

Tiene que estar entre los destinos más bellos del mundo. Los colores del agua y de los lagos son sobrenaturales. Los fiordos se dedican a derrumbarte sin piedad. Las montañas te hablan, porque por supuesto que son gigantes que descansan y están a punto de desperezarse y pegarte un manotazo. Todo parece recién dibujado, recién recortado.

Las Lofoten sí que llevan tiempo ejerciendo como destino de turismo interior para los noruegos. Hasta ahora, sin embargo, no han sido un referente tan común fuera de Escandinavia. Cuando llegamos -antes de todo esto, antes del covid, y de la nueva crisis, y del colapso-, ya estaban construyendo en el puerto una súper terminal para súper turistas que -como nosotros, je- acudían desde la otra punta del continente, arrastrando sus maletas bajo la lluvia.

Ya de vuelta, mientras esperábamos el ferri, era algo sobre lo que reflexionar en aquella cabaña que servía de abrigo, y que no era ni una casa, ni una sala de espera, ni nada entremedias. Dos o tres estancias en penumbra con alguna mesa camilla, algunas sillas, objetos polvorientos -muñecos, boyas de cristal, cestas, cuadros inquietantes-. El lugar, en definitiva, donde los autóctonos te retienen y asesinan. Enfrente, en su reverso luminoso, una tienda de recuerdos de diseño estiloso, con una solicitada máquina de café. Esta última era el futuro: habrá crecido, sin duda, en gracia y dimensiones durante estos años. Y sí, compré unas postales. Y sí, deseé que las tormentas y el viento sigan exigiendo lo suyo en ese rincón del mundo. Que saludar al Maelstrom siga teniendo su espacio de incertidumbre.

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