Habladurías

Fernando / Taboada

Malentendidos

19 de octubre 2014 - 01:00

GRACIAS a la Real Academia, si queremos hablar a partir de ahora del famoseo, de las ventajas que ofrece el agroturismo sobre la titulitis, o sobre las excentricidades de ese friki que nos tocó por vecino, que se pasa la vida tuneando el carro, ya no tendremos que sentirnos unos delincuentes lingüísticos. En la última edición del Diccionario todos estos palabros y unos cuantos más vienen al fin recogidos.

Por desgracia, términos como pibón todavía no los acepta la Academia. Pero también se entiende que no lo haga, porque con tantas palabras como trae ya el diccionario (creo que ronda las cien mil) corremos un grave peligro: el de armarnos el taco al hablar.

Es lo que ha debido de ocurrirle a cierto concejal del barrio madrileño de Hortaleza. Con todos los términos que tenía a su disposición para expresarse, cuando le preguntaron por qué había destituido de su alto cargo a una funcionaria que tuvo la ocurrencia de quedarse embarazada, no encontró mejor manera de contestar que diciendo esto: "ella prefiere conciliar su vida personal y familiar, pero yo necesito el máximo rendimiento."

Y claro, se le han echado encima por machista. Pero el concejal, que sabe que el lenguaje es una cosa que lo mismo vale para cantar las dulzuras del ángelus matinal que para pedir una bombona de butano, ha asegurado que la culpa no la tiene él, que esas palabras suyas fueron malinterpretadas.

¿Quién sabe? Es verdad que ante tales declaraciones, uno se siente tentado a interpretar que este señor dijo algo así como que si su empleada quería tener hijos, que los tuviera, pero que ya podía ir buscándose otro trabajo. Sin embargo, ¿quiénes somos los demás para entenderlo al pie de la letra? A lo mejor, expresándose en tales términos, lo que quiso decir el señor concejal es que en la vida lo más bonito que hay es traer hijos al mundo y que por eso piensa mantener a la funcionaria que destituyó en el puesto que ocupaba, pero siempre que lo inviten al bautizo de la criatura.

Precisamente para evitar semejantes confusiones hace falta que la Academia saque de vez en cuando un diccionario donde se definan las palabras que la gente suelta por esa boca. Si no fuera por los diccionarios, cuando pedimos un café con leche en el bar, ¿cómo va a saber el camarero si lo que nos tiene que traer es un café con leche o un solomillo a la pimienta?

Y sirve el diccionario para evitar estos malentendidos, pero también para evitar otros no menos graves. Malentendidos, por ejemplo, como los que arrastraron a concejales que no trabajaban en Hortaleza a malversar fondos públicos, o a evadir capitales, o a falsificar los documentos que firmaban con letra de garabato. Pero como el idioma es así de florido, ante tantos casos de corrupción, ¿cómo vamos a saber ahora si los imputados actuaron de mala fe o solo cometieron un error al interpretar la letra de las leyes? Como se puede comprobar, el lenguaje es bastante puñetero. Por eso hacen tanta falta los diccionarios. Por eso y porque lucen lo suyo en las estanterías.

stats