Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 31 de diciembre de 1946: Argudo, García-Figueras y Montenegro
ANDÁBAMOS siempre a dos metros del suelo, guapos y limpios, caídos del cielo…
El camino hasta Lugo fue precioso. El sol de octubre bañaba un paisaje que no hubiese soñado un pintor impresionista. Los mil verdes estaban salpicados por manchas doradas de los árboles que empezaban a perder las hojas. Los castaños centenarios se inclinaban a nuestro paso. La tierra se ondulaba gozosa en cientos de colinas que se perdían en la inmensidad. Los pueblos más inmundos eran preciosos. Las vacas de piel marrón sonreían a los excursionistas. Llegamos a la capital, donde había una actividad inusual para un domingo. La clave al enigma estaba en el calendario.
Su nombre, de origen germánico significa "señor de la tierra". Varón de esclarecidas virtudes, Froilán nació el año 833 en uno de los arrabales más pobres de Lugo…
Era el día de San Froilán, patrón de la ciudad. Pronto empezaron a desfilar niños y mayores ataviados con bizarros trajes tradicionales que parecían sacados de un cuento. Sonaban las gaitas. Galicia se echaba a la calle. Parecía que alguien lo hubiese preparado todo para nuestra llegada. Ríos de gente caminando de un lado para otro, un día radiante y una ciudad engalanada. Allá, al fondo, una muralla gris que nos llamaba por nuestros nombres.
La datación de la muralla de Lugo, basada en los materiales constructivos y en los hallazgos arqueológicos, la sitúa en la segunda mitad del siglo III. Su construcción coincide con la percepción de la amenaza bárbara por parte de las autoridades del Imperio.
Muros romanos que nos abrazaban y nos invitaban a conocer la ciudad. El granito y la pizarra nos aupaban para que no nos perdiésemos nada en este día tan especial. Camino milenario. Reliquia imposible de tiempos remotos y una ciudad ni fea ni bonita que me pareció maravillosa. Tiempo de tomar vino, de reír bajo el sol templado, de bajar a la Plaza Mayor, donde esperaba la marabunta. Un mercadillo aguardaba para deslumbrarnos con mil colores. Cerámica pintada, quesos de formas impensables, embutidos pringosos que nos tentaban desde los tenderetes. Seguimos paseando entre la multitud, oliendo a carne asada, admirando bizcochos y panes monumentales que se venden al corte, probando esto y lo otro, bebiendo más vino.
Y casi sin darnos cuenta, llegamos a la Catedral, una iglesia estrecha y alta donde se celebraba una misa solemne. Entramos de puntillas y en extremo silencio unos segundos. A la salida el sol galaico volvía a acariciarnos iluminando el centro de la fiesta. Sobre un escenario, una suerte de trovadores recitaban romances acompañados de la zanfoña. Amores prohibidos. Fenómenos sobrenaturales. Los milagros de San Froilán y la asombrosa y triste historia de José Tojeiro llenaron el aire al triste son de la música. Emoción, intriga, sorpresa alegría y llanto inundaron nuestros corazones mientras pasaba el tiempo sin que nos diésemos cuenta.
Galicia nos llevaba de la mano mientras los rayos dorados de octubre bañaban las casas de granito y así alcanzamos un parque en el que había una especie de verbena. Sentados en unas escaleras comimos un pulpo exquisito que pagamos a precio de oro. Charlamos, contamos chistes y tomamos más vino. Y así, algo alegres, nos metimos de lleno entre tómbolas y puestos de comida rápida. Tronaban los altavoces vomitando canciones de rabiosa actualidad, los vendedores clamaban anunciando su mercancía y Lugo entero salió a acompañarnos. El sol se ponía lentamente y anduvimos durante siglos por la Nueva Babilonia sonriendo a cada chuchería, a cada niño que pasaba colgado de un globo. Los tártaros parecían simpáticos e incluso los bolizas del Noroeste resultaban agradables. Recuerdo que sonaba El Barrio y fue para mí como si oyese a Bach…
De vuelta, ya de noche, me sentía extraño acurrucado en el asiento del coche. Nadie me avisó ni yo tampoco me di cuenta de que ese día había sido feliz. Tal vez por eso me dormí mientras las suaves colinas del campo lucense mecían el vehículo.
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