Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Política decente
Por montera
La realidad de los hechos es que sólo un sin techo ha detenido sus pasos ante el cuerpo de un hombre de 84 años que estaba tirado en el suelo, bajo la gélida noche francesa, en medio de una de las aceras más concurridas de París. Exactamente, en el número 89 de la calle Turbigo, en plena Plaza de la República. A pocas horas de que la noche se recogiera para dar paso a la luz nublada del dudoso brillo del sol que debía amanecer, a las seis de la mañana, un desconocido homeless fue quien miró hacia abajo olvidándose a qué otro frente lanzaba su vista. Nadie, nadie, nadie de la inmensa masa humana que se precipitaba a las nueve de la noche del día anterior para regresar a sus hogares, se interesó por ese cuerpo desparramado en el suelo. Y aquí entra la pregunta: ¿porqué nadie se preocupa al ver un cuerpo tirado en el suelo? Que la calle sea el hogar de miles de personas, y que muchos nos digan que prefieren esa vida a refugiarse en un hogar por las normas a las que les obligan, no justifica semejante inhumanidad. El fallecido había salido de su casa la noche anterior para realizar su paseo diario. Pudo haberse caído o quizá desvanecido sobre la acera. De cualquier manera, terminó dándose de bruces contra el suelo. El sin techo no le reconocía. Ni siquiera como otro homeless de la zona con quien hubiera coincidido en algún portal por el que negociar quién se refugiaría al cobijo de ese espacio. Pero dedujo que era "alguien" puesto que a dos pasos de su cabeza halló un elegante sombrero y tenía anudado al cuello un pañuelito de lunares. Debe ser alguien especial, un hombre con esta elegancia no es de los míos, pensó. Cuántos hombres y mujeres sin hogar habrá encontrado este desconocido de los 500 que al año que mueren en la soledad y el desamparo en medio de una sociedad con la espalda tan ancha. Aquel anciano muerto había dicho en una entrevista en Musique Alhambra que esperaba los momentos fuertes, cuando la expresión está en su apogeo, cuando se llega al lado extremo de la cara de los flamencos, porque era ese instante el que le impresionaba para retratarlos. Era el fotógrafo suizo René Robert. La despiadada sociedad le ha retratado a él, congelado en el suelo, en blanco y negro, como a él le gustaba captar a todas las estrellas del flamenco desde los años 60. Sí, el fotógrafo de las estrellas del flamenco ha muerto en la calle, de hipotermia, tirado en la acera, víctima de la deshumanización social, en un imagen tan dolorosa que no merece ser de color.
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