Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 1979: Choquet, Esteban Viaña, Manolo Benítez, Falconetti y Nadiuska
EN un reportaje del pasado 13 de marzo, el diario francés Le Monde celebraba, con satisfacción, que el primer ministro Manuel Valls había intervenido, de manera explícita y directa, en todos los debates culturales y políticos provocados, en los últimos meses, por los escritores Michel Houellebecq, Kamel Daoud, Emmanuel Tood y Michel Onfray. Una noticia difícil de imaginar desde España: un gobernante que, a la labor cotidiana, añadía por voluntad propia el riesgo de descender a la calle, a la prensa, para debatir con los más significativos intelectuales de su país. La mayoría de ellos con ideas bien lejanas a las suyas.
Pero esta voluntad de participar, a pie, como un ciudadano, en las polémicas culturales, como ha hecho Valls, no es en Francia una rareza. Ya Mendès-France polemizó con los intelectuales de su época, y el moderado general De Gaulle no tuvo inconveniente en acudir a André Malraux, un escritor de inequívoco pasado radical, para que pusiera en marcha, por primera vez en Francia, un Ministerio de Cultura. Encargo que fraguó en una brillante política cultural. El culto a la intelectualidad fue una de las debilidades de Mitterrand, un presidente entregado también, con avidez, a la lectura y escritura.
A estos ejemplos franceses cuesta encontrarle una sola réplica en la España de la Transición y ello obliga a plantearse el porqué. Sólo a la figura de Felipe González cabe atribuirle gestos parecidos: eligió para ministro de Cultura a Jorge Semprún, que no era André Malraux, pero escribió obras notables y había tenido un innegable pasado revolucionario. Además, como presidente del gobierno se hizo acompañar durante un cierto tiempo por un buen libro: las Memorias de Adriano de Yourcenar, al que supo darle sitio en sus referencias políticas, cosa que ayudó a difundirlo. Y, finalmente adecuó unas covachuelas de la Moncloa para convertirlas en una bodeguilla, a la que Carmen Romero daba calor como saloncito de tertulias, que sin ser dieciochesco, cuando menos permitió dialogar con una variada gama de personajes de la cultura.
Algunas miradas críticas señalaron que se trataba de escaparates, juegos de artificio para contentar y seducir. Sí, puede que, en parte, fueran espejismos: como también sucedía en Francia. Pero al menos se rindió un cierto tributo a la cultura dándole acogida en las proximidades del poder, aunque en humilde bodeguilla. Recordado desde este desierto de 2016, aquello parece un milagro, quizás por eso despierta nuestra nostalgia.
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