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Como sugiere la poeta Carmen Aranguren, es dulce la declinación cuando abriga la compañía

Entre los muchos poemas memorables que contiene el segundo libro de Carmen Aranguren, Números rojos, publicado como el anterior por la editorial Renacimiento, el titulado Divorcios resulta especialmente conmovedor en la medida en que defiende una clase de amor que en nuestra época cada vez más personas consideran caduca, precisamente porque piensan que los compromisos voluntarios dejan sin más de serlo si se prolongan en el tiempo. “Las otras parejas se separan / y yo te quiero cada vez más. / Hace más de veinte años / que te amo y no me parece / suficiente...”, escribe la poeta, con ese decir sencillo pero hondo que ha sabido convertir en un rasgo de estilo, tan apropiado para la alternancia de tonos celebratorios y elegiacos que caracteriza su poesía. En las revistas sofisticadas, los petulantes herederos de los antiguos consultorios sentimentales, que por lo menos tenían la buena costumbre de hablar llano, informan de que el impulso amoroso dura entre cinco semanas y dos meses y medio, pasados los cuales cualquier relación entraría en una fase de inercia triste e indeseable, encubridora de íntimas renuncias y oscuras claudicaciones. La duración, nos explican, es la peor enemiga de la intensidad, de lo que se deduce que sólo los pobres diablos se resignan a no andar todo el rato de mudanza en mudanza. No somos nadie para juzgar las formas en las que los demás se unen o separan, y por supuesto hay que celebrar que ya no estén proscritas las relaciones que antes se consideraban inmorales o que tanto los hombres como las mujeres sean libres de elegir, pero entre las elecciones posibles no puede desdeñarse la que implica optar por los placeres de la costumbre y la bendita rutina de los días. Si los moralistas de antaño consideraban intolerable la disolución de los vínculos sancionados, aunque mediaran las razones que pueden convertirlos en una cadena perpetua, los de hoy parecen haber adoptado un patrón mercantilista que no resulta menos inhumano, al poner bajo sospecha cualquier unión que exceda los ridículos límites mencionados. Sentimos en efecto, como dice también Aranguren, “el tiempo en los talones”, pero es dulce la declinación cuando abriga la compañía, cuando celebramos con los amigos veteranos y permanecemos fieles a los viejos afectos, cuando los cuerpos se descuajaringan pero las cabezas –quizá más sabias o menos huecas– siguen tan inquietas y desordenadas como las de los niños que jugaban a ser novios. Nos parece altamente improbable disponer de los “treinta años más” que pide nuestra poeta, pero sean los que sean tanto lo vivido como lo que haya de venir habrá merecido la pena.

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