Oda al termómetro

Prefiero la confimarción de que tengo gripe a la sospecha de que he gripado, me vine abajo o soy un cenizo

Me hallo entre los más exentos de la pasión de la tristeza. Ni me gusta ni la estimo, aunque el mundo se haya dedicado como por acuerdo previo a honrarla con un favor particular. Visten con ella la sabiduría, la virtud, la conciencia -estúpido y horrible ornamento-. Con más propiedad los italianos han utilizado su nombre para bautizar la malicia [En italiano se dicen casi igual: "tristizia", tristeza, y "tristezza", malicia.]. Es, en efecto, una cualidad siempre nociva, siempre insensata. Esto, en tan buena prosa, es de Montaigne, aunque va sin comillas porque, de haberlo sabido escribir, lo diría mío, tan exactamente lo siento. Y, sin embargo, llevo triste un día y medio.

La cosa me sorprendía sobremanera, hasta que, al final, me he puesto el termómetro. Tengo fiebre. A otros la gripe les avisa con un dolor de huesos o ciertos escalofríos. Mi primer síntoma es una tristeza vaga, divagatoria, extravagante.

Saber que era la fiebre me ha producido un inmenso alivio. Alain nos insta en uno de sus textos más útiles a "buscar el alfiler". Cuenta que cuando un bebé se echa a llorar como un descosido, los padres se ponen a pensar si es el carácter heredado de la suegra o si son las bajas presiones o alguna alergia, hasta que al final aparece el alfiler que le pinchaba. Nos invita el pensador francés a buscar siempre la razón verdadera de nuestra incomodidad, enfado o irritación.

Así es. No baja la fiebre, pero sí la visión negra, que ya no tengo, porque sé por qué la tengo. Me parece que fue Simone Weil la que prefería decir "estoy triste" en vez de "este paisaje es feo". ¿Qué culpa tiene el paisaje de nuestro malestar que nos hace verlo espantoso? Yo estoy todavía mejor: no sólo sé qué le pasaba al paisaje, sino que sé que tampoco mi tristeza es verdadera, sino un síntoma de un virus.

Qué fácil entender ahora lo que quería decir Chesterton: "Lo más poético, más que las flores y las estrellas, es no estar enfermo". O, en su defecto, tener unas décimas de fiebre, y saberlo. En la cama, leo a Wallace Stegner y detecto frases que sólo se pueden escribir con una salud apabullante: "Unas vacas pardas, hermosas como ciervos, miran con ojos de Juno". Hoy no puedo salir al campo, pero, oyendo las risas de mis hijos y de mi mujer (que se mondan de mi hipocondría), estoy realmente en la gloria. Antes de despotricar de la vida o del mundo, hagamos caso a Alain. Pongámonos el termómetro.

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