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Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
EL mismo día en que las calles de Madrid se llenaban de carrozas y de banderas multicolores para celebrar el día del "Orgullo Gay", en millones de hogares españoles se conmemoraba otra celebración diferente y espontánea: el pase de la selección española a las semifinales del Campeonato mundial de fútbol, un pase angustioso ante la selección de Paraguay.
Como ya ocurriera hace dos años cuando España se proclamó campeona de Europa, la enseña nacional, ese símbolo bicolor reservado hasta ahora casi en exclusiva para los edificios oficiales y los cuarteles de la Guardia Civil, toma calles y balcones, y por doquier aparece la bandera en manifestaciones espontáneas tras la celebración de los partidos. También, en consonancia con los nuevos tiempos, se dibuja en los rostros a modo de modernos y perecederos tatuajes.
En un país tan complejo como el nuestro, el fútbol parece ser la única actividad capaz de aglutinar, sin distinción de territorios, los sentimientos patrios. Un país que tradicionalmente se ha movido a vaivenes, entre la desintegración y la uniformidad. Desde la configuración en la Edad Media de la Península, con un territorio dividido en cinco grandes reinos, pasando por la unificación tras el reinado de los Reyes Católicos, por el absolutismo de los Austrias o la centralización borbónica, hasta la aparición de los movimientos regionales y federales en el siglo XIX, la historia hispana ha sido un tira y afloja continuo en función de intereses coyunturales: unas veces hacia la uniformidad y pérdida de la identidad plural, otras hacia el florecimiento de movimientos descentralizadores con señas propias de identidad.
Ninguno de los grandes pensadores contemporáneos que reflexionaron sobre la configuración de los Estados-Nación, desde Hegel, Manzini o Burke hasta el mismísimo Carlos Marx, pudo imaginar que once hombrecillos vestidos de corto harían más por aglutinar un sentimiento de unidad nacional que siglos de historia compartida.
El fútbol está siendo, mientras la victoria siga a nuestro alcance, el encargado de acallar debates históricos y de enviar a un segundo plano, por ejemplo, la crisis o las disputas sobre la constitucionalidad o no del Estatuto de Cataluña. Parece como si la historia, los pensadores y los políticos tuvieran sus prioridades, y los ciudadanos, resignados mandados en una sociedad meramente representativa, tuvieran otras. Lo único cierto es que mañana miércoles, a partir de las ocho y media de la tarde, el país volverá a paralizarse y a llenarse de banderas y camisetas con los colores rojo y gualda. Los sentimientos patrios estarán de nuevo unidos dentro de un campo de fútbol. Lo que no han conseguido siglos de historia lo logra una simple pelotita. Imagino que Felipe V, el Duque de Ahumada, Primo de Rivera o Luis Companys no entenderán, desde sus tumbas, nada de lo que ocurre. Es la casuística de los nuevos tiempos. Once hombres, una camiseta y un balón: la representación viva de unos sentimientos colectivos. Hacer patria toca: ¡Ojalá que el domingo podamos estar en la final!
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