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En la noche, a través del cristal de la ventana, en otro tiempo puerta, se entrevé la figura de este crucificado cuando la luz artificial ilumina la antesacristía de Santiago. La visión ocasional desde la plaza no ha impedido que la imagen, carente de culto, sea conocida por pocos. Las grietas recorren la escultura, fijada en una sencilla cruz plana. La anatomía de Cristo muerto tiende a la síntesis, sobre todo, en las extremidades, sólo deteniéndose su autor en describir con algún detalle los músculos y los pliegues de la piel en el abdomen. El sudario también se simplifica. Todo el esfuerzo expresivo se concentra en la cabeza, con giro brusco a su derecha e intenso rictus dramático. En cualquier caso, predomina una composición general serena, lo que, unido al tipo de cruz o de paño de pureza, corto, nos lleva a un artista del siglo XVI que adolece de ciertas limitaciones para comprender el vocabulario renacentista y desprenderse totalmente de las formas del gótico. Esto se evidencia en el alargamiento del rostro o las piernas, la rigidez del cuerpo o el sumario acabado de algunas de sus partes.

La información que se tiene sobre este Cristo, llamado, al parecer, “de la Viga”, resulta prácticamente inexistente. Si damos veracidad a esta denominación, habría que suponer su destino para la viga de imaginería colocada en el presbiterio de la iglesia de Santiago, como los crucificados homónimos de la Catedral y San Marcos. Romero Bejarano lo fecha hacia 1529 y plantea una hipotética vinculación con las labores que en torno al primitivo retablo mayor de esta parroquia jerezana desarrolla por esos años el taller sevillano del entallador Francisco de Ortega.

El indudable valor histórico de obras como esta hace deseable que se siga profundizando en la escultura local de esta etapa, aún con muchas lagunas de conocimiento.

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