Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 1979: Choquet, Esteban Viaña, Manolo Benítez, Falconetti y Nadiuska
PUES sí, a estas alturas y cuando menos podía esperarlo, soy un pecador. Les confieso que a mí, educado en la estricta y maniquea moral católica, no me resulta demasiado fácil significarme públicamente como pecador.
Y es que en esta ciudad, haciendo un poquito de historia, cualquier madre aspiraba a vincular el futuro de sus hijos a tres parcelas: a trabajar en una bodega, a hacerlo en el Ayuntamiento o, al fin, a convertirlo en funcionario público. Pero el tiempo ha ido reduciendo estas tres posibles opciones de seguridad. Hoy, trabajar en una bodega en Jerez es tan difícil como encontrar un mirlo blanco. Hacerlo en el Ayuntamiento es como jugar a la ruleta rusa: unas veces se cobra, otras no, pero siempre con la incertidumbre metida en el cuerpo. Afortunadamente para mí, mi madre me orientó hacia unas oposiciones en la función pública. Y yo, buen hijo, acepté su criterio. Me presenté a oposiciones y con ello blindé mi futuro laboral per secula seculorum. Porque convertirse en "hijo laboral" del Estado no solo significaba tener el futuro resuelto, sino también alcanzar un prestigio social que no estaba al alcance de todo el mundo.
Con la tranquilidad de que su hijo, el que esto escribe, tenía ya un sueldecito fijo y un trabajo seguro hasta la jubilación, mi madre dejó, creo que feliz, este mundo. No hay mayor felicidad para unos padres que ver encarrilado el futuro de aquellos por los que han luchado.
Esa misma sensación de tranquilidad ha sido la que ha acompañado mi vida laboral desde sus inicios hasta hace 3 ó 4 años. Igual que las cosas han cambiado en las bodegas o en el Ayuntamiento, también han comenzado a variar en la función pública. Porque ahora resulta que ser un "servidor público", perdido el prestigio y la autoridad, es sinónimo de muñeco de feria al que se le tiran bolas para derribarlo. Si esto no fuera suficiente, nos han convertido en seres sospechosos, en sujetos flojos y truhanes que sisan los fondos públicos, y claro, estamos en entredicho, por la sociedad y por la propia administración: somos los culpables de la crisis social y de la ruina del Estado.
Por ello, de ser una persona orgullosa de servir a los intereses generales me he convertido en un ser esquivo y huidizo que a nadie digo mi profesión. Este retraimiento social se ve incrementado por el tijeretazo que le han dado a mi nómina. Ahora gano menos, nadie me respeta y soy el responsable de los males que nos asolan. ¿Es o no es como para ir a confesarse? Y eso hice. En la penumbra anónima del confesionario le dije al cura: "Padre, he pecado: soy un funcionario". Si no tuviera ya bastante con mis cinco horas diarias de clases con chicos traviesos para los que solo soy un colega, con tener que rellenar un insufrible papeleo, con estar obligado a saber de Pedagogía, Historia, Informática y competencias básicas... además soy un pecador, un manguta tieso como una mojama que en cualquier momento puede estar en el paro. Y encima, como penitencia del cura, tengo que rezar cada día el rosario. ¡Si mi madre levantara la cabeza!
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