Descanso Dominical

Las Tres Piedras

El Bar Eduardo abrió el camino a todos los negocios que ahora pueblan esa lengua de tierra a los pies del mar chipionero

Eduardo tenía la piel morena, del color de la orilla de Las Tres Piedras cuando baja la marea. Pepi te amaitinaba desde la profundidad de unos ojos verdes que ni los de aquella copla. Ambos compartían una sonrisa ancha, generosa como ellos mismos, una sonrisa sin ambages; la daban toda entera, no importa las horas de barra, cocina y terraza que llevaran a cuestas. Y tú te sentías en casa. Qué difícil eso. Las manos de Eduardo, forjadas en las batallas del campo, la taberna y el pescado, siempre se me antojaron inmensas, inabarcables y poderosas. Algo parecido a aquellos Corrales de Chipiona en los que a ratos saltábamos de charco en charco y a ratos nos desollábamos las rodillas.

Corrían los años ochenta y todo esto era campo. Y playa. Unas casetas de madera de dos por dos, con el espacio justo para la neverita, la sombrilla y la fiambrera de filetitos rusos, eran la residencia de verano de las familias de la época. Con suerte te quedaba algo de espacio para cambiarte de bañador, así pegado a la pared como una lagartija. Para no pisar la fiambrera. De siestas allí dentro ni hablamos. No sé si hubo algún valiente, pero las temperaturas que se alcanzaban en aquellos habitáculos podían ser digamos que descorazonadoras. Eso sí, estaban en primera línea de playa. Aquellas casetas de colores alineadas sobre la arena de Las Tres Piedras -la nuestra era de color verde desganao- reinaban como lo más parecido a un resort o a una promoción de apartamentos de esos por los que ahora en Costa Ballena te soplan los dos ojos de la cara y parte del bazo y del páncreas. En cómodos plazos. Después, para los más suertudos, estaban el chalet de Serafín Mariscal y el campito de los Arredondo, La Pequeñuela, escenario también de algunos de los mejores capítulos de esos veranos azules.

Y desde el principio allí se levantaba el Bar Eduardo. Primero como un chiringuito de cañizo, más tarde con sus paredes recias de ladrillo, cemento y piedra ostionera. Fueron los primeros en ver el potencial de aquel refugio playero, los primeros en sudar la gota gorda friendo pescado y tirando cañas de cerveza y jarras de tinto de verano. Bueno, bonito y barato. Abrieron el camino a todos los negocios que ahora pueblan esa lengua de tierra a los pies del mar chipionero. Abrieron su casa a todos los que alguna vez tuvimos la suerte de cruzarnos en su camino. Personas de bien. Pepi y Eduardo se han marchado este mes de junio con solo unos días de diferencia. Y con ellos se nos ha ido buena parte de ese trocito de paraíso que un día tuvimos en Las Tres Piedras. 

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