Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 1979: Choquet, Esteban Viaña, Manolo Benítez, Falconetti y Nadiuska
MILES de cruceristas aborregados, limusinas cargadas de mafiosos, casinos, despedidas del soltero y gente que corre empujando carros cargados de bebidas alcohólicas. Un aire de diversión chunga lo invade todo, pero no se equivoquen, no estamos en Las Vegas. Nuestro crucero acaba de hacer escala en Tallin, capital de Estonia, y una de las ciudades más gañanas del Orbe.
Allí abajo todo está tranquilo. Apenas son las diez de una hermosa mañana de primavera.
Tallin parece dormir a los pies de la torre de la iglesia de San Olaf. Desde aquí arriba las calles medievales irradian belleza. Los jardines están por todas partes y allá al frente la bahía remata un cuadro perfecto. En el muelle, un globo aerostático sube y baja con calma. Entonces aparecen ellos en el horizonte. Dos, tres, cinco, doscientos monstruos marinos con forma de transatlántico de lujo están apostados en el puerto, vomitando turismo a raudales. La jornada va a ser difícil. Lo sé. No hay que esperar mucho para darse cuenta del triste sino que nos aguarda. El mirador de la torre comienza a llenarse de forma preocupante y ya casi no queda sitio en las estrechas pasarelas. Decidimos bajar, para no acabar como Kim Novak en Vértigo. A estas horas la escalera de caracol ya es una romería. Bienvenidos a la jungla.
La siguiente sorpresa llega a pie de calle, de cara a unos paneles informativos. El 6 de marzo de 1944, la misión fue cumplida. Los dirigentes del Ejército Rojo desplazaron a 9 cuerpos a Narva contra siete divisiones y una brigada. El 1 de marzo, comenzó una nueva ofensiva soviética en la dirección de Auvere. El asalto fue detenido por el 658 Batallón dirigido por Alfons Rebane. El 17 de marzo, los soviéticos atacaron con 20 divisiones contra 3, pero no fueron capaces de quebrar la línea defensiva. El 7 de abril, el mando del Ejército Rojo ordenó dirigirse hacia la defensa. En marzo, los soviéticos organizaron numerosos bombardeos a las villas de Estonia, incluyendo el bombardeo de Tallinn el 9 de marzo. Las Repúblicas Bálticas, para volver a ser independientes, se habían aliado con los nazis y los rusos en su reconquista arrasaron el país, incluyendo Tallin. Unas simpáticas fotos muestran que no quedó piedra sobre piedra. Los palacios barrocos, las iglesias medievales y el pintoresco adoquinado no tienen más de 70 años. Los metódicos gobiernos comunistas lo reconstruyeron todo tal y como era. Legándonos un engaño de dimensiones monumentales. Hemos aterrizado en Disneyland Estonia, el paraíso del visitante desnortado. La meca de la falsedad. El ambiente comienza a ser agobiante en el diminuto centro de Tallin. Ríos de visitantes evolucionan en pos de una paleta de color (cada uno la suya) sostenida por su particular fürer.
Separarse del grupo puede resultar fatal, así que los ingenuos argonautas asienten, fotografían, y prosiguen en busca de no se sabe qué vellocino. En la Catedral Ortodoxa, suma de la bizarría universal, la situación se torna insoportable. Un pope que parece sacado de una estampa sirve de cicerone a un nutrido rebaño de japoneses en un diálogo que se nos antoja de besugos. El calor de las velas y la mirada inquietante de los iconos nos empuja de nuevo al aire libre, junto a unas novísimas murallas que relucen más que el sol. Al lado, un tren similar al de los escobazos pasea repleto de pasajeros que oyen una grabación sobre las maravillas del lugar. Esperamos que venga un travelo a golpearles en la cabeza con una escoba de caña, pero no aparece nadie y continúan su recorrido con normalidad.
Comemos sopa de alce en cuencos de barro, sentados en troncos de madera y alumbrados por velas en una suerte de cueva regentada por dos taberneras ataviadas con el tipo de no se sabe qué chirigota, quizás una que parodiase la Tierra Media. Pese a las incomodidades del lugar, dignas del Conde de Montecristo, el cobro se efectúa por tarjeta de crédito.
La tarde transcurre entre tiendas de souvenirs fabricados en China, la farmacia más antigua de Europa (por la jeró), garrapiñadas, licores típicos, bordados, dulces típicos, camisetas estrafalarias, peluches típicos y algún que otro bar típico. Hay que salir de esta suerte de carrera oficial plagada de gente de todas las naciones ansiosas de conseguir algo típico que llevar a su galería de trofeos.
Comienza un lento anochecer y cada tribu regresa a su barco, dejando paso al desenfreno más grotesco. Las líneas aéreas low cost y la cercana Madre Rusia, trasvasan diariamente una legión de becerros ruidosos y ansiosos de alcohol y lo que surja. La política fiscal hace que beber aquí sea mucho más barato que en los países vecinos, con lo que esto a partir de cierta hora sólo presenta dos opciones: la borrachera o el suicidio.
Es tarde, y en la pantalla de un gigantesco pub retransmiten la final de la Champions. Veo al Atlieti rozar la gloria para acabar revolcado en el fango. Mientras, un grupo de patanes transmina vodka, salta y berrea en el pub. Parecen ingleses, pero van disfrazados de mejicano.
Sin un sentido aparente, celebran los goles de CR7, el Gañán Universal. Me acuerdo de los pobres Ángel Espejo, Carlos Piedras y compañeros mártires, lamentando haber hecho escala en Tallin.
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