No puedo más. No aguanto entre cuatro paredes. La apertura de esa puerta es un acto casi humillante. Estoy sentado en el escritorio y miro el pomo de soslayo, con recelo, sabiendo que si lo abro no conseguiré nada. Ahora ya no me hace tanta gracia la placa del Joker que coloqué en la puerta. ¿Por qué tan serio?, dice el garabato. ¿Por qué no iba a estarlo si la rutina va a acabar conmigo? Esta maldita pared blanca; esa repugnante cortina verde; esa ventana que mira a un patio más nauseabundo por minuto.

Ni su foto me consuela ya. La sonrisa de mi hermano y recordar momentos juntos siempre habían sido una fuente efectiva de escape. Ahora no. Estoy solo. Ni mamá, que llamó antes para ver qué tal estaba pasando estos días. Ni siquiera una nota de voz con risas de mi padre. Tampoco las conversaciones de whatsapp y las videollamadas con mis amigos. Ni los mensajes que me recuerdan que en el Sur me esperan con los brazos abiertos y ansiosos de besos. La soledad es mi única compañera. Estamos exageradamente conectados, aun a cientos de kilómetros, y la sensación estúpida es de estar solo.

Apenas logro concentrarme. Miro al techo y pienso en cómo va a ser la vida a partir de ahora. ¿Qué va a pasar conmigo y con los míos cuando todo esto acabe? ¿Acabará esto? No quiero pensarlo. Estoy preso.

Podría girar ese pomo, salir corriendo y acabar con todo. ¡Dios! No sé qué pensar. ¿Por qué? ¿Es esto justo?

Mi confinamiento apenas alcanza las 72 horas y lo que ronda mi mente con frecuencia es un mero titular de noticia: "Condenado a 15 años de cárcel". ¿Cuántas veces pensé que era poco castigo? Lo duro que debe ser estar una semana preso sin conectividad ni tecnología… Y algunos dirán que poco le cayó.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios