Ready player one

No hace falta ser un carroza ni un carca para disfrutar del último Spielberg, pero ayuda

Un amigo de juicio infalible me recomendó la última de Spielberg, Ready Player One, añadiendo que encantaría a mis hijos. Mis hijos tienen 6 y 7 años y la película no es de niños, pero nunca dije que mi amigo (que, por cierto, estudió pedagogía) sea un experto en las etapas de la infancia. A mí, quitando la angustia por mis hijos cuando las escenas de violencia o terror, me ha encantado.

Lo que resultó fácil, siendo un carca. He dicho "carca", sí, y no "carroza", aunque la edad también ayuda con sus incesantes homenajes a los años ochenta. Pero dije "carca" y lo sostengo, porque es muy llamativo que nuestra sociedad, casi unánimemente progresista (progres de derechas y de izquierdas), hace sólo distopías, y cada vez más terribles. Algo no funciona cuando proyectamos de esta manera tan negra nuestro futuro, mientras votamos por el progreso imparable.

Pero frente a las fuerzas del progreso oscuro, se alzan en la peli los viejos valores, empezando, oh, por la ingenuidad y la individualidad y acabando, dantescamente, en el amor que mueve el sol y las demás estrellas, pasando por el valor (propiamente dicho), la amistad, el sacrificio, el estudio (ojo), la admiración y el honor. El avatar del personaje principal tiene una chamarra muy guay y pelea con el arsenal de los vídeo juegos más frikis, pero lleva, a pesar de que todo gira alrededor de la cultura pop, la imagen de una espada grabada o cosida en la espalda. El imaginario medieval no abandona a los héroes modernos y viceversa. Significa la pervivencia (en capas, en espadas -ya sean láser, ya simbólicas- en celibatos, en soledades, en pruebas iniciáticas, en ritos y jerarquías) de unos valores y virtudes inmortales.

Encima, por debajo de una estética superficial bastante malota de tatuajes totales y pintadas con cuernos, en Ready Player One hay un guiño muy elegante a Dios, hecho con la suficiente sutileza como para que pase desapercibido a quien no esté sobre la pista. No así su sólida defensa de la realidad, la dimensión carca por antonomasia. Véase la portabilidad de los deseos: el mundo del futuro pedía a gritos escapar, y lo hacían hacia una realidad virtual que tampoco era un paraíso, por lo que había que hacer otra proyección distinta de la del futuro o la de la diversión. ¿Cuál? La dantesca del amor, la aristotélica de la realidad. Naturalmente, yo salí encantado y, para mi sorpresa, mis hijos también.

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