Creiamos que éramos responsables y teníamos sentido común. Durante la primera fase de alarma fuimos obedientes, disciplinados y hasta bondadosos aplaudiendo. Parecíamos tener claro que habíamos llegado al fin del mundo y que debíamos ser consecuentes para perecer los menos posibles. Éramos capaces de aguantar las normativas, de crear mundos nuevos entre las paredes y de escuchar a los políticos con empatía y aplomo. Valorábamos como nunca la vida. Aquello del fin del mundo tenía sentido en unos primeros días apocalípticos por culpa de un virus. Los confinamientos levantaban ampollas bienvenidas como mal menor. Las salidas a la calle eran de película de terror. Las carreteras eran caminos de huida con francotiradores apostados y los poquísimos espacios de primera necesidad parecían fachadas podridas de cartón piedra. Nos dimos cuenta de la cruda realidad conforme aumentaban las cifras de cadáveres muriendo como rebaños de animales en el matadero. Nunca estuvimos seguros de lo que pasaba. Nada parecía verdad en las ruedas de prensa. Todo estaba lleno de redes sociales infectadas por virus más que la realidad. Con el paso de las semanas fuimos capaces de sucumbir a las pocas miserias personales que cada uno había atesorado durante décadas antes de darse cuenta de la nueva realidad. Con la llegada de la desescalada hemos vuelto a las andadas. Parece mentira que el sufrimiento, la falta de libertad y la indignidad no haya sido suficiente. Parecía que éramos inteligentes. Que todo nos había hecho recapacitar. Era un espejismo. Un mero síntoma más de una pandemia reveladora. Somos peor de lo que podríamos pensar. No hay conciencia de lo que está pasando, seguimos atusando el adoquinado frente al asfalto, hablando de pederastia y viviendo como si nada. De psiquiátrico, por lo menos.

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