Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 1979: Choquet, Esteban Viaña, Manolo Benítez, Falconetti y Nadiuska
EN muchos casos hay que vencerlas y en otros dejarlas como están. San Francisco de Asís, mi santo patrón, sentía un rechazo casi insuperable por los leprosos. Antes de recibir la gracia de ser santo en vida no quería ni oír hablar del asunto y, si lo sabía, no pasaba cerca de donde hubiera un leproso o, si no había más remedio, volvía la cabeza y se pellizcaba la nariz. La repugnancia estaba justificada porque en el siglo XIII no se sabía nada de la lepra y se la tenía por maldición divina. Desde que el santo de Asís se hizo pobre por voluntad y por destino, predicó a los pobres sobre las cosas sencillas y trató a todos con amorosa dedicación, se ejercitó en la superación de su fobia hacia los leprosos. Un día se cruzó con uno y, muy violentado y descompuesto, se acercó a él, le dio una moneda y le besó la mano. Conjuró así el horror que le inspiraban. Poco después fue al lazareto más cercano con una bolsa de dinero y lo que hizo con el primer leproso lo repitió con todos los asilados.
Aunque san Francisco estuvo en un tris de traspasar la frontera de la ortodoxia, nunca lo hizo. La vida de pobreza y de amor a los más débiles era voluntaria y no forzosa, de modo que un rico podía ser virtuoso y santo en la abundancia. Algunos de sus discípulos, los fraticelli, fueron perseguidos porque cayeron en la herejía utopista de querer hacer la pobreza obligatoria. En las manifestaciones fanáticas e irresponsables del cristianismo quieren ver los utopistas políticos precedentes del socialismo, pero cambiando la caridad cristiana por la vagarosa solidaridad. Ni siquiera los fraticelli defendieron a los delincuentes y la degeneración social, sino más bien creían que en una sociedad bondadosa de pobres virtuosos no habría delitos ni degeneración. El error de siempre repetido hasta hoy.
La cultura tradicional sabe que siempre habrá delincuentes y degenerados y que nadie está libre de serlo a causa de la libertad esencial del hombre. La religión ofrece el perdón, si hay arrepentimiento y reparación del mal causado. El pensamiento pobre ofrece reinserción y promulga leyes para facilitar la impunidad de los delitos con la esperanza de que se reinserten los que no quieren hacerlo y se envalentonen los que piensen en delinquir barato. El perdón religioso es verdadero, pero espiritual, y sirve a la conciencia del delincuente mientras espera el más alto juicio divino. La sociedad civil no puede hacer lo mismo. El caso de Marta del Castillo demuestra una vez más que un ordenamiento jurídico mal dispuesto invita al delito antes que a la reinserción, protege al delincuente y desampara a las personas honradas y cumplidoras de las leyes. Tampoco esto es nuevo: ha pasado cada vez que una sociedad degenera y, al no poder superar, como el santo de Asís, sus repugnancias naturales, nos invita a todos a enfangarnos y corrompernos.
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