Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
LA leyenda de san Sabas trata de destacar sus virtudes y sabiduría, no siempre juntas en los santos. Con ocho años, mientras sus padres estaban de viaje, se escapó de casa de unos tíos para ingresar en un monasterio vecino. El abad lo recibió encantado y nadie reclamó al niño ni amonestó al abad. De muchacho paseaba por el huerto del monasterio y vio una manzana apetitosa. La cogió del árbol en el instante en que advirtió que no era hora de comer. Arrepentido de su debilidad, tiró la manzana y prometió no comer fruta nunca más en su vida. Cuando fundó su famosa laura en Palestina construyó un edificio aparte y alejado para los novicios, de manera que no estuvieran juntos con los monjes mayores, para evitar en la soledad del desierto tentaciones paganas que aún eran corrientes entre los siglos V y VI. Paseando un día con un novicio por la orilla del Jordán vio a lo lejos venir a una joven ricamente ataviada con sus criadas. San Sabas bajo la vista, pues había hecho voto de no mirar jamás a una mujer. "Esa joven -le dijo al novicio- debe ser muy desdichada porque le falta un ojo". El joven le contestó que no le faltaba ojo alguno, que se había fijado muy bien y era muy hermosa. El santo lo mandó a una gruta apartada de todos los caminos como cura contra la concupiscencia.
San Sabas había nacido en la Capadocia en una familia rica. Desde su insólita y precoz vida monacal se ganó fama por su bondad. A los 18 años pidió permiso para visitar Tierra Santa y el abad se lo dio de mala gana por el gran apego que le tenía. En Palestina estuvo en un monasterio haciendo los trabajos más humildes; pero, no contento con esa vida, aprendió a hacer cestas y canastos y se retiró a una cueva no muy lejos del monasterio, a la que había que acceder con ayuda de una soga. Allí pasaba cinco días a la semana sin comer, haciendo cestos, diez diarios, para estar ocupado contra las tentaciones de la carne y poder rezar al mismo tiempo, y el sábado volvía a su convento con 50 canastos. No se sabe qué hacían los monjes con tantos canastos.
Su fama de santo llegó a Constantinopla y a su familia, con la que se reencontró al cabo de los años, y le proporcionó rentas terrenas, necesarias también para alcanzar las celestiales: el patriarca lo nombró abad de todos los anacoretas de Palestina, el emperador y sus padres le dieron dinero para sus fundaciones, aunque tuvo roces con algunos monjes por el rigor de la disciplina que imponía. Se apartó un tiempo con el pretexto de visitar a sus padres en Constantinopla, pero volvió con más autoridad, pues vino con los cánones del concilio de Calcedonia para hacerlos cumplir en todos los monasterios bajo su autoridad. A fin, el Cielo compensó sus desvelos por la ortodoxia y la virtud dándole una muerte serena con cerca de cien años, cuando era considerado, más que humano, un ángel de espiritualidad.
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