Creo haber abordado el asunto en, al menos, una ocasión anterior, con lo que puede que me repita, porque los tiempos y las circunstancias cambian, pero uno suele ser contumaz en sus ideas. Pienso de esta forma -y así creo haberlo manifestado- que disfrutamos de un grandísimo sistema público de salud en el que, personalmente, tengo muchísima fe, lo que no es cualquier cosa, pues nuestra salud y nuestras vidas dependen en gran parte de su funcionamiento. Es un sistema creado en democracia que hay que valorar por lo mucho que supone, pero que, sin embargo, y desde hace ya un tiempo, traslada una serie de síntomas que no son nada tranquilizantes, si no directamente alarmantes. No hace falta más que seguir la prensa diaria para ver la penuria en que se están moviendo estos profesionales sanitarios de los que es obligado subrayar su enorme calidad y profesionalidad, el mayor patrimonio. Al hecho, ya de por sí duro, de ser receptores de nuestros males, se une lo que se suele denominar presión asistencial, que llega a ser insoportable y provoca estrés e inseguridad. La dotación de personal resulta ser estructuralmente insuficiente, a lo que se añade la suspensión de contratos, el que no se cubran ni bajas ni jubilaciones y un sinfín de despropósitos. Sé que este no es un problema nuevo, pero observo que se está agravando de forma inquietante. No hay que ser ningún experto para ver que tiene dos claras raíces: mala gestión e insuficiente inversión. Los recortes en sanidad vienen ya de antiguo, la crisis como excusa, pero no parecen acabar. Lo de la gestión resulta más paradójico, en tanto los nuevos gobernantes andaluces nos habían prometido que lo iban a arreglar en un plis plas. Pónganse, por favor, a ello y dejen de culpar a la herencia recibida. Está en juego la vida y la salud de las personas.

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