Separatismo

Los valores de la democracia, que no admiten excepciones culturales, deben ser defendidos con firmeza

No sabríamos decir en qué momento el separatismo, habitualmente referido a las facciones nacionalistas que en distintos países europeos, como por desgracia el nuestro, cuestionan o atentan contra la unidad de los estados invocando el derecho a la autodeterminación de una parte de su territorio, pasó a designar ese mismo afán segregador aplicado a comunidades específicas, pero sí puede verse que es Francia, cuya secular tradición republicana está siendo atacada desde varios frentes, la nación donde se manifiesta de un modo más acusado y en la que por lo tanto el problema, aunque de hecho nos concierne a todos, ha pasado a ocupar un lugar relevante de la agenda política. La cuestión se inscribe en un complejísimo debate con muchos aspectos peliagudos, relacionados con la libertad de prensa, el derecho a la educación, la igualdad de género o de identidades sexuales, los usos y hasta la vestimenta, que no pueden abordarse con recetas estrictamente ideológicas. Lo que ocurre, en pocas palabras, es que una parte de la comunidad musulmana -seis millones de fieles, franceses a todos los efectos- no reconoce la autoridad del Estado en asuntos que afectan a los principios fundacionales de la República. Con razón los analistas más responsables o menos exaltados insisten en diferenciar el islam del islamismo, o sea la religión como opción personal, sujeta al ámbito de las creencias y por lo tanto protegida en los textos constitucionales de las naciones libres, de su conversión en un programa también político que pretende imponer sus dogmas -por encima de las leyes, de inexcusable cumplimiento para todos- a los ciudadanos sometidos a su influencia. Es cierto que los poderes públicos tienen su parte de responsabilidad, pues no han sabido evitar la marginación de los barrios en los que han proliferado verdaderas sociedades paralelas, que han sido excluidas o han renunciado a integrarse y viven de acuerdo con sus propias reglas. Tanto la extrema derecha como la llamada derecha alternativa, entre nosotros impregnadas de nacional-catolicismo, promueven una lectura incendiaria del fenómeno, con apelaciones más o menos expresas a la xenofobia, y desde el otro extremo los desnortados integrantes de la galaxia poscomunista, tan críticos con la doctrina cristiana, se muestran absurdamente comprensivos con los desafueros de los clérigos integristas, una complacencia poco menos que suicida. Lo que está fuera de duda es que los valores de la democracia, que no admiten excepciones culturales, no se mantienen solos y deben ser defendidos con firmeza, sin olvidar que la gran mayoría de los que los ponen en entredicho pertenecen a la población autóctona.

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