La esquina
José Aguilar
Una querella por la sanidad
En tránsito
Debo de ser una de las poquísimas personas del mundo a la que le gustan los turistas. Y no sólo eso: me gusta la estética cutre de los hoteles para turistas y me gustan las ciudades de vacaciones y los lugares de ocio pensados únicamente para turistas. Benidorm, Torremolinos, Monte Gordo: búsquenme por ahí. Y no crean que esta afición se debe a aquella perversión del gusto que el dandy Baudelaire denominaba "la nostalgia del barro". No, para nada. Al contrario: he aprendido a apreciar el turismo -feo, ruidoso, vulgar, gregario, insoportable- como uno de los mayores logros de nuestra civilización. De joven, hace más o menos 300 años, me gustaban las playas solitarias y los lugares remotos que casi nadie había podido visitar. Ahora ya no. Ahora me gustan los pubs cutres que anuncian la happy hour en una pizarra de tiza con faltas de ortografía (Jappy-Hour, 3,50 euros consummision). Me gustan los hoteles de tres estrellas ocupados todo el año por jubilados finlandeses que se pasan la vida yendo de la la piscina al bar y del bar a la piscina. Me gustan los karaokes para jubilados del Imserso que cantan Cuando calienta el sol o El baile de los pajaritos (todavía existen, lo juro: tengo un acta firmada por un ilustre notario). Me gustan los edificios de quince plantas con estética de los 60 y oscuras manchas de humedad en la fachada y toallas descoloridas puestas a secar en los balcones. Me gustan las sillitas de plástico de los bares con nombres idiotas -Topanga, Paradise, Mar Salada- donde alguien lee un libro muy malo mientras se deja achicharrar por el sol. Sí, es así. Algún psiquiatra eminente sabrá encontrar en el futuro un nombre para tan lamentable patología (Demencia Polimorfa de Benidorm, por ejemplo). Pues sí, reconozco que la padezco.
Ya estoy viendo venir el alud de críticas y las severas amonestaciones por parte de los intensitos. Las aceptaré con resignación. Mis abuelos maternos apenas salieron de su isla natal. Ahora, cualquier mileruista se ha recorrido medio mundo (quejándose, como es natural, de lo mal que está el mundo). Aceptémoslo: el turismo masivo -por muy feo y ruidoso que sea- ha significado uno de los fenómenos democratizadores más extraordinarios que hemos conocido. Por eso lo odian los burgueses elitistas que se disfrazan de frailes inquisidores (¿o es al revés?).
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