Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Gestoría Prieto, más de medio siglo en el barrio de San Pedro (y II)
Quousque tandem
En los locos años veinte, París era una fiesta y Hemingway, según contaba, muy pobre, pero muy feliz. Y fue allí donde apareció un tipo alto, de rostro algo tosco, pero con cierto atractivo y verbo cantinflesco que hablaba idiomas y se presentaba como el conde Von Lustig. Un habitual de los transatlánticos que unían América y Europa antes de la Gran Guerra en los que encandilaba a los millonarios yanquis hasta que al llegar a puerto, los desplumaba.
El supuesto conde era Victor Lustig. Un genio de la estafa. En Kansas consiguió cobrar dos bonos falsificados y obtener, del mismo banco, un crédito adicional. Detenido, convenció al director para que retirara la denuncia o contaría en el juicio lo fácil que fue engañarle. Libre y con mil dólares para compensarle las molestias, marchó a París, donde, tras saber de las dificultades del ayuntamiento para mantener la Torre Eiffel, decidió venderla. Como lo leen. Se hizo pasar por alto funcionario y citó, secretamente, a los chatarreros más importantes de Europa, convocándolos a un concurso restringido y discreto. Notó que un tal Poisson parecía dispuesto al soborno a cambio del contrato y cerró un acuerdo con él. Cobró la mordida y un anticipo del precio de la Torre Eiffel y se fue de vacaciones a Austria. Por vergüenza, nadie lo denunció. Años después volvió a París. Siguió el mismo plan y lo consiguió de nuevo. Esta vez lo denunciaron, pero Lustig ya estaba en Chicago donde estafó a Al Capone. Sin complejos. Y ya, por último, como si fuera un gobierno inflacionista cualquiera, inventó una máquina que copiaba billetes. El funcionamiento era simple. Introducía un billete y la máquina ofrecía una réplica de curso legal. Eso sí, seis horas después. Lustig lo cargaba con varios billetes auténticos y le hacía una demostración al panoli. Llevaban el billete nuevo a un banco que lo daba por bueno y vendía la máquina. Al día siguiente, cuando empezaba a expulsar papel de barba, Lustig no estaba. Acabó en Alcatraz disfrutando de su amistad con Capone.
Después de recordar a Victor Lustig, me temo que si alguien fue capaz de vender dos veces la Torre Eiffel y salir vivo tras estafar a Capone, tampoco parece tan raro que haya quien pueda cambiar de opinión con la misma asiduidad que lo hace un dandi de camisa, convencer a quien haga falta de lo que sea necesario para obtener un beneficio propio y prometer a todos lo que quieren oír. Lo estamos viviendo.
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