Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 31. Parte I)

Lecturas contra el coronavirus

Semillas de ricino, de las que se obtiene la ricina, un veneno mortal descubierto en 1888 por el químico estonio Peter Hermann Stillmark.
Semillas de ricino, de las que se obtiene la ricina, un veneno mortal descubierto en 1888 por el químico estonio Peter Hermann Stillmark.

10 de mayo 2020 - 06:15

Cuando Pedro Corbacho abrió su navaja para demostrar a don Julián que estaba dispuesto a cumplir la amenaza de matar a su mujer si no accedía a envenenar el sobre con el que asesinar a Mencía, el músico se sintió espantado.

Temblando, exclamó con voz angustiada:

–No, Catalina. No hace falta que vengas.

Los otros se miraron sonriéndose.

–Está bien –dijo don Julián–, pero antes de contestaros quiero saber por qué me necesitáis precisamente a mí. Yo no tengo roce ninguno con ella para poder administrarle el veneno.

–Ni falta que hace –contestó Juan Ruiz–. Ya tenemos un contacto en su casa. Nos va a costar un dinerito, pero ya se sabe que no se puede hacer un trato con Judas sin soltar unas cuantas monedas de plata… Aunque nuestro judas es tan miserable que ni eso: se da por contento con unos pocos billetes. Hemos quedado dentro de un rato con él en la venta El Cruce para entregarle el sobre envenenado y pagarle lo convenido. Dice que es mejor que lo entregue él a su ama, porque su padre no deja de revisar cada una de las cartas que ella recibe... De usted solo queremos que prepare la del veneno.

Le explicaron el plan de don Senén y las advertencias que les había hecho sobre el manejo del sobre.

Don Julián se excusó:

–Lo que me pedís es muy peligroso. Esperad un momento que con los nervios se me ha soltado el vientre. Vuelvo enseguida.

Salió de la habitación y se dirigió a su dormitorio. Buscaba el modo de frustrar el plan de aquellos asesinos sin poner en peligro la vida de su esposa. Trató de serenarse, pero sentía como si le estuvieran clavando agujas en las sienes y no podía pensar.

Se tumbó sobre la cama y allí permaneció unos minutos. Se le ocurrieron varias ideas, pero las fue desechando, porque no aseguraban la suerte de su mujer… y acaso también de la suya. De pronto tuvo una inspiración. Le dio varias vueltas y se dijo: “Tiene algún cabo suelto, pero es lo único que se me ocurre. Que Dios nos ampare a Catalina y a mí”.

Entró con gesto tranquilo en la salita.

–Pues sí que ha tardado –protestó Corbacho mirándolo esquinadamente–.

–La culpa es vuestra. Venís a mi casa sin avisar y con un plan que suelta el vientre a cualquiera… Está bien, colaboraré con vosotros, pero hay que retocar vuestro plan. Me habéis dicho que contáis con alguien de la casa para envenenar a la muchacha, pero no me habéis explicado cómo lo hará... Por cierto, ¿quién es?

–El cochero del marqués –contestó Juan Ruiz–.

“Maldito traidor. Nunca me gustó ese Serafín”, se dijo don Julián.

–Espero –contestó disimulando– que ese judas goce de la suficiente confianza de su señorita como para entregarle el sobre sin que ella sospeche. Me encargaré de preparar la carta envenenada. Venid dentro de un rato a recogerla… Ah, entregadme ahora lo que hayáis convenido con él. No me parece prudente que le paguéis por anticipado: si va a traicionar a su señorita, a la que conoce desde que nació, ¿cómo estáis seguros de que no va a hacer lo mismo con vosotros, y después de recibir el dinero se marche lejos de aquí? Vaya papel que haríais los dos ante la hermandad… Creo que lo mejor es que reciba su recompensa en el mismo momento que el sobre envenenado. Por cierto, el pago se lo debéis hacer discretamente… Lo mejor es otro sobre. No vaya a ser que alguien os vea dándole dinero y, cuando ella muera y se forme la que se va a formar, se lo cuente a los civiles.

Ellos se miraron y asintieron con la cabeza. Juan Ruiz dijo:

–Puede que tenga usted razón. Si ese se porta como un judas con quien alimenta a su familia, también puede serlo con la hermandad… Corbacho dale los billetes a don Julián.

Pedro Corbacho le entregó la cajita de cuero con el veneno y unos cuantos billetes doblados. Después, él y Juan Ruiz se marcharon.

Don Julián pidió a su esposa que no lo molestara nadie en un rato. Sacó del cajón de su mesa un sobre y se dispuso a manipularlo. Primero, metió un papel en blanco que diera la impresión de que contenía una carta; después, se colocó, como había recomendado don Senén, un pañuelo que le protegía la nariz y la boca; sacó sus guantes de fina cabritilla y esparció el veneno por debajo de la solapa; encoló el borde y la pegó apretándola durante unos segundos para asegurarse de que no pudiera abrirse.

Después, preparó del mismo modo el sobre con los billetes.

Oyó llamar a la puerta. “Ya están aquí esos malnacidos”, se dijo.

Corbacho y el otro entraron en la habitación.

–Aquí tenéis los sobres. Este es para el cochero y este para la hija del marqués.

–Muy bien, don Julián –respondió Corbacho–. Yo guardo el del cochero y éste el de la puta esa, para no liarnos. Nos vamos enseguida, porque hemos quedado con el cochero en la cancela de la viña… No se tome a mal lo de antes. La hermandad está por encima de todos nosotros.

Don Julián no contestó.

Cuando Corbacho y Juan Ruiz llegaron a la cancela de ‘Lavapájaros’, los esperaba allí el cochero, simulando que a uno de los caballos se le hubiera aflojado el cabezal.

Pedro Corbacho se dirigió a él:

–Aquí tienes los sobres, perro. Este es el tuyo con el dinero y este –y pidió a Ruiz que se lo entregara– el de tu ama. No te separes de su lado hasta que lo haya abierto. Después de que lo haya hecho, ven enseguida a avisarnos.

Serafín tomó los dos sobres, los puso sobre el asiento y arreó a los caballos en dirección a la casa.

Llamó a la puerta y le abrió una doncella. Serafín le preguntó:

–¿Está la señorita Mencía?

–Anda por las cuadras. Acaba de volver de tirar avefrías en la vega.

–Vale, voy a buscarla. Tengo que darle un encargo.

Se dirigió hacia las cuadras y entró. Allí estaba Mencía, desensillando a su caballo.

–Señorita Mencía –dijo–, tengo un encargo para usted.

–¿Qué encargo? ¿De quién, Serafín? –preguntó ella–.

–Una carta. Me la ha entregado el afinador de fuentes y dice que la manda su hijo… Por Dios, que no se entere su padre.

–No te preocupes, Serafín. Te lo agradezco de corazón. Estaba segura de que él me escribía, pero mi padre escondía sus cartas.

El cochero le entregó el sobre. Se sentía muy nervioso y decidió marcharse de allí, no fuera a ser que ella lo advirtiera y se frustrara el plan. Una vez que salió de las cuadras, se subió al pescante del coche, tomó el carril de entrada a la finca y puso los caballos al paso.

En cuanto dobló el primer recodo, paró el coche para abrir el sobre que le habían entregado los de la hermandad. Sacó la navaja, la introdujo en la pestaña y tiró hacia arriba. Soltó una carcajada al ver aquellos billetes. Se los guardó en el bolsillo de dentro de la levita y puso los caballos al galope. Arrojó el sobre, hecho una bola, dentro de un apretado lentisco que crecía junto a la cuneta.

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